Un
cuento de James Thurber
La duodécima guerra mundial, como todo el mundo sabe,
trajo el hundimiento de la civilización. Pueblos, ciudades y capitales
desaparecieron de la faz de la tierra. Hombres, mujeres y niños quedaron
situados debajo de las especies más ínfimas. Libros, pinturas y música
desaparecieron, y las personas sólo sabían sentarse, inactivos, en círculos.
Pasaron años y más años. Los chicos y las chicas
crecieron mirándose estúpidamente extrañados: el amor había huido de la tierra.
Un día, una chica que no había visto nunca una flor, se encontró con la última
flor que nacía en este mundo. Y corrió a decir a las gentes que se moría la
última flor. Sólo un chico le hizo caso, un chico al que encontró por
casualidad.
El chico y la chica se encargaron, los dos, de cuidar
la flor. Y la flor comenzó a revivir. Un día una abeja vino a visitar a la
flor. Después vino un colibrí.
Pronto fueron dos flores; después cuatro… y después
muchas, muchas. Los bosques y selvas reverdecieron. Y la chica comenzó a
preocuparse de su figura y el chico descubrió que le gustaba acariciarla. El
amor había vuelto al mundo.
Sus hijos fueron creciendo sanos y fuertes y
aprendieron a reír y a correr.
Poniendo piedra sobre piedra, el chico descubrió que
podrían hacer un refugio. Muy deprisa toda la gente se puso a hacer casas.
Pueblos, ciudades y capitales surgieron en la tierra. De nuevo los cantos
volvieron a extenderse por todo el mundo.
Se volvieron a ver trovadores y juglares, sastres y
zapateros, pintores y poetas, soldados, lugartenientes y capitanes, generales,
mariscales y libertadores. La gente escogía vivir aquí o allí.
Pero entonces, los que vivían en los valles se
lamentaban por no haber elegido las montañas. Y a los que habían escogido las
montañas, les apenaba no vivir en los valles…
Invocando a Dios, los libertadores enardecían ese
descontento. Y enseguida el mundo estuvo nuevamente en guerra. Esta vez la
destrucción fue tan completa que nada sobrevivió en el mundo.
Sólo quedó un hombre… una mujer… y una flor.
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