Me había desplazado a la Estación intermodal de Vialia, Málaga-María Zambrano,
a fin de esperar la llegada de un antiguo amigo de facultad, quien viajaba
desde Madrid a fin de disfrutar unos días navideños en Málaga. Tenía reservado
(con la ayuda que me había pedido) un apartamento turístico, no lejos de este
núcleo “cosmopolita” de movilidad (trenes, estación central de autobuses
interurbanos, numerosas paradas de la Empresa Municipal de Transporte, metro de
la capital y, por supuesto, una importante zona de taxis). Siempre me ha
gustado aplicar la puntualidad a todas las actividades en las que participo.
Por este motivo estaba en la estación ferroviaria con más de media hora de
antelación a la llegada del tren AVE, procedente de Madrid-Puerta de Atocha,
que tenía fijada su entrada en los andenes malagueños a las 18:30. La fecha de
este grato reencuentro (gracias a la “magia” posibilitadora de Internet) con el
antiguo amigo (después de varias décadas sin vernos) se iba a hacer realidad en
el día previo a la Nochebuena.
Como tenía tiempo más que suficiente para
la llegada del tren, me dediqué a recorrer los grandes pasillos de esta bien remodelada
estación central de ferrocarril, poblada por numerosos y variados comercios,
además de una interesante y variada oferta de establecimientos para la
restauración. La animación y la distracción de este núcleo viajero era en sumo
atractiva para el visitante, especialmente en estos días de luces y ánimo
navideño.
De manera inesperada, recibí una
llamada en el móvil. Era del amigo Delfín,
a quien esperaba, disculpándose por no haber comunicado antes. Se había quedado
sin batería y además había tenido incómodos problemas en el control policial de
Atocha, por unas pequeñas tijeras que aparecían en el scanner de la pantalla
que controlaba el funcionario de seguridad. El problema que me transmitía era
que había perdido el AVE de las 16 horas, a causa del intenso tráfico con que
se había encontrado el taxi que lo trasladaba a la estación. Después de
laboriosas gestiones en las oficinas de expedición de billetes, le habían
encontrado un “hueco” en el siguiente tren de las 17 horas. Recordaba a Delfín
como un buen compañero de estudios en Granada, pero siempre con ese encantador
“despiste” que lo caracterizaba.
En consecuencia, tendría que esperar una hora más al querido pasajero. No había problema para ello, pues siempre suelo llevar en la mochila un librito de bolsillo para leer o una oportuna libreta para escribir. Como el ambiente general de la estación era un poco “estridente”, me busqué un estupendo lugar para la lectura (ante la imposibilidad de sentarme en los andenes de vías) precisamente en uno de los bancos situados en la gran oficina para la expedición de los billetes y la gestión de las reclamaciones o consultas de los viajeros.
Estaba “ensimismado” o concentrado con
la lectura de un interesante libro sobre la crítica cinematográfica, cuando
percibo que se me acercaba al banco que sólo yo ocupaba un hombre mayor, posiblemente septuagenario. Vestía con
abundante ropa de abrigo, ya que llevábamos unos días con intensa humedad, que
potenciaba la brisa o el viento en esta bella ciudad portuaria. El típico
frescor de la recién iniciada estación invernal se hacía notar, especialmente
al caminar por las calles. Una vez junto
a mí, utilizando unas lentas y educadas palabras me expuso, para mi sorpresa,
las siguientes palabras:
“Perdone. Buenas
tardes. Mi nombre es ANIANO Fortes. ¿Puedo sentarme en el banco que Vd. ocupa?”
De inmediato y con una sonrisa le respondí “Es un placer. Son asientos
públicos, que todos podemos utilizar” De inmediato comprendí que esta persona
necesitaba compartir la cálida virtud de la palabra. Con discreción, cerré el
libro que estaba leyendo.
“Discúlpeme, buen Sr.
Atendiendo a su amabilidad, podríamos intercambiar unos minutos de
conversación, siempre que no tenga algo mejor que hacer …” No me
extrañó en sentido de la frase. Sin duda, se trataba de una persona solitaria, que
buscaba lugares públicos para dialogar con las personas, charlas con las que
sosegar un silencio prolongado que deprime a quien carece de otras alternativas
para la distracción. Por consiguiente, me presté gentilmente a escucharlo.
Previamente le aclaré acerca de la espera que estaba haciendo para la llegada
de un antiguo amigo, cuya llegada se había retrasado casi una hora.
“Le explico brevemente.
Sufro la viudez desde hace unos ocho meses. Vivía muy unido a mi mujer, EVA MARIANA. Más de cincuenta años
juntos y una “injusta” noche, se me fue, emprendiendo ese sueño infinito con
que el destino quiso castigarnos. Sin hijos y a mi edad, he superado las ocho
décadas de vida, quiero evitar la “reclusión en una residencia. Permanezco viviendo
en nuestro piso de “toda la vida” en donde tengo siempre presente los mejores
recuerdos de nuestra modesta existencia. Cada mañana y cada tarde voy caminando
a algún lugar público, para ver si puedo hablar con alguna persona que posea su
generosidad. Ese intercambio de palabras me genera paz y sosiego. La soledad es
la peor enfermedad que sufrimos los humanos, después de esas dolencias que nos
castigan con el dolor corporal”.
Mi locuaz interlocutor había ejercido
de carpintero, en un pequeño taller de su propiedad, en donde construía o
fabricaba piezas de gran belleza y utilidad. Así estuvo, desde que volvió de la
“mili” hasta los 70, cuando sus manos ya no eran tan diestras para reparar
muebles antiguos con mucha historia o para construir bibliotecas, sillas,
mesas, cajoneras, etc. siempre a medida y gusto de los generalmente satisfechos
clientes.
Prácticamente, el fondo de la conversación lo protagonizaba esta extraña persona que rogaba un poco de atención y diálogo, con esa ansiada necesidad expresiva que padecen los que permanecen sumidos en la soledad durante muchas de las horas del día. En justa correspondencia, me sentí obligado a narrarle brevemente algunos aspectos de mi vida, aunque prefería gozar del desahogo de una humilde persona que simplemente necesitaba hablar y ser escuchado.
Una ojeada al móvil me avisó de que
faltaban unos 10 minutos para la llegada del AVE de las 19:30, procedente de
Madrid-Puerta de atocha. Le expliqué la situación y Aniano la comprendió con
serena aceptación. Llegó el momento de la despedida:
“Seguro que nos volveremos a encontrar, buen amigo” abrazándome con afecto,
respondiéndole con el respeto y el cariño que merecía. Permaneció de pie cuando
me alejaba a la zona de recepción de viajeros.
Pero tras avanzar unos veinte metros me detuve. Volví con presteza a la
persona del carpintero, que permanecía aún de pie y en una hoja de mi bloc le
anoté mi número telefónico, que recibió con una generosa sonrisa.
“Aniano, llámeme cuando lo necesite. Al
menos, puedo ofrecerle el regalo de la palabra”. Visiblemente emocionado, en el
brillo crepuscular de sus ojos gastados, el antiguo carpintero pronunció en
baja voz “Gracias, amigo, por este huequecito de calor humano”.
Comentando con Delfín la simple pero
interesante anécdota y experiencia de aquella tarde, mientras nos dirigíamos en
taxi al piso turístico alquilado por el antiguo compañero de estudios (viajaba
con un pesado equipaje, pues en un par de días se incorporaría a dicho apartamento
su mujer, a fin de que la pareja pasase una quincena en tierras malagueñas) caí
en la cuenta que, con las prisas, no le había pedido a Anieno su número de
móvil. Todo quedaba, para el futuro, en manos de ese extraño amigo, que sólo rogaba la saludable virtud solidaria de la palabra.
La tarde comenzaba a cubrirse con el
manto oscuro aterciopelado de la noche. El trasiego de viandantes por las
iluminadas calles céntricas, “dibujadas” con alegre sabor a Navidad, era
intenso, así como la densidad acústica de los sonidos incontrolados. Me
preguntaba ¿con cuántos “Anianos” me estaré cruzando, siendo tan fácil y
solidario prestar ayuda a su acre y árida soledad?
José L. Casado Toro
Enero 2025
Gracias José Luis. Da mucho que pensar.
ResponderEliminarGracias por tu atención.
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