Artículo de Abraham Rubín Álvarez, Profesor de Filosofía. Especialista en
pensamiento contemporáneo, Universidade de Vigo y publicado en la revista
digital The Conversation.
La forma en que nos relacionamos y enamoramos ha cambiado. Y no se
debe solo a diferencias generacionales. También es consecuencia de cómo
funciona nuestra sociedad. Vivimos en una época donde buscamos la máxima
libertad y felicidad, pero, al mismo tiempo, nos mostramos escépticos frente a
compromisos y sacrificios.
Ante esta situación, nos preguntamos: ¿puede la filosofía ofrecer
una visión profunda del amor que nos ayude a entender mejor cómo nos
relacionamos?
El mito del amor platónico
Es muy popular la
historia que Platón nos dejó sobre el amor romántico. Al principio, los seres humanos eran andróginos. Pero
debido a un conflicto con Zeus fuimos divididos en dos: hombres y mujeres.
Desde ese momento, nos sentimos desdichados e incompletos, pasando los días
buscando a nuestra otra mitad, el ser que nos haría sentir completos de nuevo.
Este mito, que ha resonado a lo largo de la historia, acabó
llevándose al extremo. Surgió la creencia de que los solteros no podían ser
felices, y muchas personas se lanzaron a buscar relaciones estables y
heterosexuales. Como resultado, a menudo las parejas infelices evitaban la
ruptura, aferrándose al mito.
En la segunda mitad del siglo XX, a raíz del movimiento feminista
y el movimiento LGTBI, se criticó el modelo platónico, acusándolo de ser
responsable de muchas relaciones infelices.
Simultáneamente, se puso atención en la experiencia del
enamoramiento, el inicio de la relación amorosa. El amor ya no implicaba una
relación estable y duradera, sino placer momentáneo.
La transformación del sujeto amoroso
Para el filósofo francés Roland Barthes la persona enamorada no buscaba el mero disfrute: se
entregaba totalmente a la experiencia amorosa. También sufría por exponerse
demasiado. A cambio, era creativa y se expresaba a menudo artísticamente. Pero
en la sociedad de Barthes, como en la nuestra, lo artístico se considera poco
útil, poco rentable.
De hecho, a la persona enamorada se la menospreciaba por ser
inestable emocionalmente. Era etiquetada como marginal e impulsiva, como si no
pudiese controlar lo que le sucedía.
Pero para
Barthes uno no puede controlar, ni saber, lo que es el amor: solo lo puede
experimentar. Como escribió de manera brillante Julio Cortázar en Rayuela: “Como si se pudiera
elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos”.
Hoy en día, en una sociedad altamente individualista, la búsqueda
de relaciones se enfoca en el placer personal. Sin embargo, el amor no encaja
con esa visión, pues es un encuentro auténtico con el otro. El amor implica
exponerse y asumir un riesgo incontrolable, siempre sujeto a la posibilidad del
fracaso. Y, al mismo tiempo, sugiere la promesa de un lugar mejor.
Una sociedad narcisista
El filósofo surcoreano Byung-Chul-Han plantea que nuestra sociedad se ha vuelto narcisista, más
preocupada por el interés individual que por un encuentro auténtico con el
otro. Vemos a los demás como extensiones de nosotros mismos.
Sin embargo, esta forma de actuar no es liberadora, sino fuente de
depresiones y melancolía. Tales son los sentimientos que surgen cuando no
salimos de nuestro propio mundo. La consecuencia de no atreverse a asumir el
riesgo es perder la posibilidad de encontrarnos genuinamente con los demás.
El punto álgido de esta manera de relacionarse se refleja en el aumento del consumo de pornografía, donde el otro es un simple cuerpo disponible.
Verlo como una mercancía de usar y tirar fomenta las relaciones
superficiales e ignora las dimensiones profundas de los demás, que pueden
enriquecernos como personas y sobre quienes, además, tenemos responsabilidad
afectiva. El trato meramente mercantil con el otro puede provocar que se sienta
utilizado, no valorado y, tal vez, no valorable por los demás, lo que acaba
empujando hacia una espiral de conflictos internos.
Además, hoy en día tendemos a planificar meticulosamente nuestras
vidas. Las relaciones compiten con una agenda repleta de actividades, y en
muchos casos no estamos dispuestos a renunciar a nada. Esto favorece que los
encuentros no se desarrollen cara a cara, sino virtualmente, arriesgando lo
menos posible.
Esto ofrece un acceso casi ilimitado a posibles relaciones, pero
también genera frustración e insatisfacción. La constante sensación de que
nunca es suficiente, de estar perdiéndose algo, convierte cada posible relación
en algo provisional. Asimismo, el modelo social y económico nos impulsa a ver a
los demás como recursos de los que disfrutar temporalmente.
Pero, como decía Kant, “el
ser humano es un fin en sí mismo”, no un medio para conseguir otra cosa. Tal
proceder atenta contra su dignidad. Y, además, el placer que esto puede ofrecer
no es sino efímero.
Filosofía y amor como encuentro auténtico
La filosofía ayuda a pensar de forma crítica. Nos proporciona una
perspectiva valiosa, al poner al descubierto los excesos de nuestra sociedad.
También nos ayuda a pensar cómo actuar.
Una sociedad democrática debe apreciar lo diverso. Por tanto, debe
considerar que vale la pena el compromiso de abrirse a los demás. Toda relación
asume un riesgo. Pero no debemos dejar de relacionarnos por ello sino aprender
cómo hacerlo. Por ello la educación es un pilar fundamental.
Por ejemplo, en el proyecto HUMANIZA_TRICS, en
la Universidade de Vigo, establecemos un diálogo con el alumnado en el que nos
preguntamos qué es lo deseable, qué es lo valioso y qué significa el cuidado,
especialmente cuando se trata de nuestras relaciones y nuestro propio cuerpo.
La filosofía nos invita a construir una identidad menos narcisista
y más integrada. Fomenta una forma de relacionarnos que valora más el disfrute
compartido que el placer individual efímero. También nos invita a revisar
nuestras relaciones y a abrazar la complejidad y la riqueza que surge de los
demás. Considerar el amor como un encuentro auténtico con el otro nos encamina
hacia una sociedad mejor.
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