Había
sido antaño soldado de fortuna, mercenario a sueldo de gobiernos y gentes harto
dudosas. Frecuentador de bares en donde se enrolaban voluntarios de guerras
coloniales, hombres de armas que sometían a pueblos jóvenes e incultos que
creían luchar por su libertad y sólo conseguían una ligera fluctuación en las
bulliciosas salas de la Bolsa. Le faltaba un brazo y hablaba correctamente
cinco idiomas, Olía a esas plantas dulceamargas de la selva que, cuando se cortan,
esparcen un aroma de herida vegetal.
Al
llegar no habló con nadie. Fue a refugiarse en un cuarto de los patios
interiores. Allí descargó ruidosamente su mochila de soldado, ordenó sus
pertenencias, según un orden muy personal, alrededor de un saco de dormir,
prendió su pipa y se puso a fumar en silencio. Pasados algunos días alguien le
descubrió, mientras se bañaba en el río, un tatuaje debajo de la axila derecha
con un número y un sexo de mujer cuidadosamente dibujado. Todos le temían con
excepción del dueño, a quien le era indiferente, y del fraile, que sentía por
él cierta adusta simpatía. Sus maneras eran bruscas, exactas, medidas y en
cierta forma, un tanto caballerescas y pasadas de moda.
Desde
cuando llegó le fueron confiadas ciertas tareas que suponían una labor de
control sobre las entradas y salidas de los demás habitantes de la mansión.
Todas las llaves de cuartos, cuadras e instalaciones de beneficio estaban a su
cuidado. A él había que acudir cada vez que se necesitaba una herramienta o había
que sacar los frutos a vender. Nunca se supo que negara a nadie lo que
solicitaba, pero nadie tomaba algo sin comunicárselo a él, ni siquiera al
dueño. De su brazo ausente, de cierta manera rígida de volver a mirar cuando se
la hablaba y del timbre de su voz emanaban una autoridad y una fuerza
indiscutibles.
En
el desenlace de los acontecimientos se mantuvo al margen y nadie supo si
participó en alguna forma en los preliminares de la tragedia. Se llamaba Paul y
él mismo solía lavar la ropa a la orilla del río con un aire de resignación y
una habilidad adquirida con la costumbre, que hubieran enternecido a cualquier
mujer.
Sus
largos ratos de ocio los pasaba tocando en la armónica aires militares. Era
incómodo verlo con una sola mano y ayudándose con el muñón arrancar aires
marciales al precario instrumento.
Álvaro
Mutis
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