Sus
pasos ligeros y vehementes se detuvieron a la entrada del pueblo. Miró el
cartel oxidado al filo de la carretera y respiró hondo. Al atravesar la calle
principal no sintió ese latigazo emocional que esperaba. Todo permanecía igual
y distinto de cómo lo recordaba su tan
lejana memoria infantil.
Al
colmado de doña Paquita le quedaban pocas letras legibles en el cristal del escaparate.
Dentro se podía ver a su hija Casilda encorvada y con el clásico moño bajo,
ahora blanco, colocando algunos productos en los estantes casi vacíos. Aquel
paraíso de su niñez lleno de tarros de cristal con caramelos, piruletas
multicolores y varitas de regaliz ya no habitaba entre sus paredes.
A
su lado seguía la Farmacia, el Estanco y el Bar donde tantas noches su madre lo
mandó a buscar a su padre. Recordaba aquellas vueltas a casa dando tumbos junto
a él mientras le servía de bastón y escuchaba sus peroratas.
En
la acera de enfrente, desprendiendo olor a nuevo, otra sucursal de los
Supermercados más conocidos de la provincia, ocupaba gran parte de la manzana. Le
seguía un pequeño parque de juegos para niños. La plaza había reducido su
tamaño a la mitad. Unos nuevos y endebles bancos esperaban la sombra de unos
árboles lejos aún de ser frondosos. De los viejos solo quedaban sus tocones
cortados a ras del suelo. Se preguntó cómo jugarían los chavales al escondite
sin los anchos troncos que les servían de parapeto.
Pensó
que pasado y presente convivían en la misma calle: cambiar de acera era como cambiar
de siglo. Él prefirió caminar por el centro.
Nadie
lo reconoció a su paso, el tiempo había ensanchado su figura aunque su caminar todavía
era firme. En sus sienes se habían asentado algunas canas insolentes orillando una
frente cada día más despejada. Su mirada, desde que enviudó y apenas sobrevivían
él y su hijo con el desempleo, se había vuelto ausente, pero la disimulaba tras las gafas de pasta apoyadas en
una rotunda nariz.
Por
fin divisó la casa familiar. Seguía anclada sobre aquel bancal que antaño le
parecía la almena de un castillo. El camino pedregoso le llevó hasta la puerta.
Metió despacio la vieja llave y las bisagras rezongaron al abrirla. Dentro permanecía
el reino de los recuerdos, pero limpio y ordenado. Su prima Flora, que vivía en
el pueblo y había recogido hacía tres días a su hijo Diego en la ciudad, llevaba
a gala la fama de fregar hasta las paredes de gotelé y notó su esmero en cada
rincón.
Sobre
la mesa del salón había un sobre con las escrituras donde su padre le nombraba
heredero de esa vivienda. Lo abrió y leyó con la solemnidad de quien nunca
había tenido una casa propia y la incertidumbre alojada en su interior.
Las
dudas no paraban de martillearle la cabeza. Diego y él eran urbanitas y además
se sumaban las dificultades de adaptación para ambos: un hijo de quince años
con mentalidad de ocho y un parado de cuarenta y muchos que solo había
trabajado en la construcción, aunque haría lo que fuera por su futuro.
Sacó
una moneda del bolsillo y cuando estaba a punto de echarla a cara o cruz oyó la
voz de Diego y la prima Flora que avisaban de su llegada.
—Papá,
papá, en el pueblo hay conejos, gallinas y vacas. Este perro es ahora mi mejor
amigo y lo he llamado Suerte. —Gritó el niño al entrar en
el salón.
Flora
sonreía mientras Diego corría a abrazar a su padre. Detrás de él un chucho
pequeño y de pelaje incierto meneaba la cola sin parar.
No
sé quién inventaría lo de cara o cruz, pensó el padre mientras
devolvía la moneda a su bolsillo.
Esperanza
Liñán Gálvez
Superándote en casa nueva línea 😍
ResponderEliminarGracias Anónimo por ese comentario que anima a seguir escribiendo.
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