Veintiséis
meses y dos días sin ella y ni un solo momento, ni un solo día había dejado de
echarla en falta y salvo durante el sueño, siempre inquieto y entrecortado, le seguía
doliendo su ausencia, como el primer día.
Todos
los entendidos en la materia coincidían en vaticinarle que aquello con el
tiempo se iría atenuando. Según ellos, con el paso de los días se iría
acostumbrando y con el retomar de la vida al fin la iría olvidando hasta dejar
de sentirse mutilado.
Pero
ninguna de estas predicciones, tan bien intencionadas, se había cumplido en su
caso. Su fantasma lo perseguía, estaba siempre presente en su día a día de
dolor y desesperanza.
Visitar el lugar donde la había sepultado en
un rincón de su jardín era el único consuelo que se permitía desde el día que
en que despertó en la cama de aquel hospital, rodeado de máquinas e invadido de
tubos. En su desorientación tardó algunos minutos en reconocer su ausencia. Y
entonces comenzó esta agonía.
Hoy
se dirigía una vez más, renqueante, hacia allí. Necesitaba confirmarle a su
mente que no soñaba y que su dolor era real, aunque ella no formaba ya parte de
él.
Hoy,
veintiséis meses y dos días después, se encaminaba apoyado en su bastón,
cojeando y decidido, al montículo bajo el rosal donde había dado tierra a su
pierna derecha nunca ausente para él, nunca olvidada….
Caminaba
con un nuevo pavor oprimiéndole el pecho, ahora más que nunca, por que un viejo
y conocido dolor acompañado de hormigueo se había instalado sordo en su pantorrilla
izquierda esa mañana. Dentro del bolsillo de su chaqueta, su mano apretaba
fuerte el puñado de pastillas atesorado cuidadosamente durante veintiséis meses
y dos días, con las que pensaba descansar por fin.
Adela
Bravo
Málaga.
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