Hace unos días me decía un conocido, que se las da
de “Sumiller”, (pero es de ojana), que los mejores caldos de España son los de
La Rioja, que yo no le rebatí; pero sí le dije que se hiciera de un
almanaque-guía, en el que se pueden ver las añadas desde hace más de 50 años, y
así poder ver la calidad de cada zona de España. El tío insistía en que beber
buen vino no sienta mal a nadie.
Entonces me acordé de un artículo que escribí hace varios años,
referente a lo que produce el vino en nuestro organismo, si se abusa en su
ingesta. Escribía entonces que leyendo, por enésima
vez, a Diego Ceano en su “Historia y Chascarrillos Malagueños”, hay uno titulado: “La Leyenda del Vino”, que
recomiendo su lectura ya que es muy didáctico,y sentimental. Dice Ceano, que se
encontraban en una de esas tabernas, unos parroquianos de nariz afresada y
andares vacilantes, donde cada tarde rendían tributo al gran Baco y excesivo
culto al “moyate”. La taberna lucía generalmente el mismo escenario, en que las
paredes amarillentas nadie sabía su color original. Las botellas depositadas en
los estantes estaban vacías y llenas de polvo y telarañas, y junto a éstas,
otras muy brillantes por el uso, llenas de licores de garrafón. El mostrador
era de madera de pino, con olor a lejía, y a fritanga, en el que se veían unas
rayitas pintadas de tiza, que eran las consumiciones que los parroquianos
habían tomado. El tabernero, gordinflón y peludo, con las mejillas coloradas,
vestía una camiseta sucia llena de lamparones. La rutina se vio interrumpida al
entrar en el local un anciano, que pese a ser un mes caluroso, llevaba un traje
oscuro con chaleco, camisa, corbata ajada y tocado con un sombrero de fieltro
marrón, con manchas de sudor en la banda de la copa. Al llegar al mostrador,
sin más, pidió `un blanco´. En esto uno de los clientes, por su desocupación y
aburrimiento le preguntó: “¿Abuelo, no hace mucho calor para llevar todavía el
traje?”. El anciano que los conocía a todos se acercó y contestó: “La verdad es
que sí, pero es lo único que poseo”. - “No me va usted a decir que, tantos años
de maestro de escuela, no tiene usted ahorrado algún dinerillo”. “Los tuve…,
pocos, pero los tuve, y también tuve casa y mujer e hijos que me cuidaban, y
amigos también tuve pero... se fueron”. “¿Pero que le pasó?”, preguntó
intrigado el contertulio. “El vino, mi afición a la bebida hizo que lo perdiera
todo, hasta el respeto, hasta mi propia estima”. El otro contestó: “Por eso hay
que tener cuidado con la bebida, y se lo dice uno que sabe lo que habla”. El
anciano sabía que aquellos hombres eran con toda seguridad de su misma
“cofradía moyatera”, aunque ellos no lo admitieran. Y para ilustrarlos les
preguntó: “¿Entonces, ustedes no han padecido alguna de las maldiciones del
pavo, del león, del mono y del cerdo?”, preguntó el antiguo maestro de escuela.
Y empezó a contarle una leyenda, que según decía, que todos los que abusaban
del néctar de las viñas, caerían en alguna de esas maldiciones, o en todas:
“Tras la inundación del Diluvio, el viejo Noé se encontraba en tierra firme,
plantando un viñedo al que prodigaba excesivo cuidado. El diablo celoso de Noé
porque no le hacía caso, decidió vengarse. Así cuando la viña estuvo plantada,
el diablo la regó con sangre de un pavo real. Cuando al tiempo le brotaron las
primeras hojas, las volvió a regar con sangre de mono. Cuando los racimos de
uvas comenzaron a solazarse con los rayos del sol mañanero, volvió el diablo y
las regó con sangre de león, y cuando las uvas se encontraban maduras, antes de
cortar los racimos, las regó con sangre de cerdo. Con esto, el diablo se vengó
de Noé, haciendo desde entonces que el que bebiera vino, sintiera con su primer
vaso, la alegría y la vivacidad de un pavo real; al segundo vaso, cuando el
vino comienza a subirse a la cabeza, empezaría a hacer muecas y rarezas como un
mono; al tercer vaso, el vino le pondría agresivo como un león, y con el cuarto
vaso, el bebedor se convertiría en un verdadero cerdo, cayendo dormido sobre
sus miserias”. Aquélla leyenda no fue del gusto de los contertulios, que
prefirieron dejar la bebida para otro día y levantándose salieron, tal vez,
para no acabar como el cerdo de la
leyenda.
Mi amigo Ricardo Redoli, tiene
publicado un soneto, que él llama: “chisneto”, cuyo título es:
“El Borracho y el lacito contra el hipo”, y dice así:
“Un borracho volvió de madrugada
con una melopea destacable
hipando de manera insoportable.
Su mujer se confía, preocupada
a una amiga y vecina, Carmencita,
que sugiere un remedio con gran arte:
´Ponle un lazo de tela en salva sea la parte,
y verás como el hipo se quita´.
Dicho y hecho, le puso a su marido
un lazo azul de tela de cretona.
La cosa resultó, y el de la mona
no dio en toda la noche ni un ruido.
Levantóse el marido muy temprano
a hacer aguas menores, con apremio,
y, al verse aquél adorno tan bonito:
´Dónde estuviste anoche, Mariano´
se dijo mientras se miraba el pito,
´que trajiste a casa el primer premio´”.
Como es natural este escrito, con el
permiso de mi amigo Ricardo, se lo dedico a los dipsómanos que creen que no lo
son; pero principalmente a los jóvenes que hacen `botellón´, sin control,
creyendo que controlan.
Juan J. Aranda
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