18 agosto 2013

UNA VIDA SANA


Érase una vez… una familia que decidió practicar la dieta vegetariana. Siguiendo los sabios consejos gubernamentales de la movilidad externa y como nuevos militantes de la lechuga, el sésamo y los brotes de alfalfa, hicieron el petate con lo imprescindible,  y emigraron a ese pueblo donde el alcalde regalaba tierras y casa a quien se empadronara con chiquillos para llenar las aulas desiertas, e incrementar las cifras demográficas.
Delante de la casa estaba el huerto, y detrás la cochiquera y el gallinero. Se regalaba el paquete completo; junto a los aperos de labranza, semillas y unos pocos animales que habitaban sus respectivos corrales.
Comer vegetales era muy sano, al menos eso decían los verdes. Es cierto que no se resfriaron en otoño, pero estaban cambiando su color rosado y lozano por un verde acelga que los diferenciaba de sus nuevos paisanos. Para aprovechar la leche de la vaca del vecino y los huevos de sus gallinas, ampliaron la dieta y se pasaron a la ovolactovegetariana, aunque nadie conseguía pronunciarla. Así no estaban obligados a recorrer todos los días las casas de la comarca para vender el excedente de huevos de sus ponedoras.

Siguiendo los dictados de los buenos ecologistas fabricaron su propio jabón con la fórmula magistral de toda la vida, pero debieron medir mal los ingredientes, lo que les hizo ir en busca del veterinario urgentemente para curarles  las quemaduras de la piel. El médico rural pasaba consulta en cinco pueblos de los alrededores y allí no tocaba hasta dentro de cuatro días, tiempo suficiente para que se les hubiera caído hasta la dermis.
El coche también lo aparcaron debajo de un cañizo sujeto con cuatro troncos de madera, lo que se dice un auténtico garaje rústico, ya que no se ajustaba a esa nueva forma de vida natural ir contaminando el medio ambiente con emisiones de gas-oil. El cabeza de familia y su mujer compraron un par de bicicletas de segunda mano y pudieron sentir en sus carnes lo sano que era estar haciendo pedales cuesta arriba y cuesta abajo, un día sí y el otro también; hasta que les diagnosticaron: tendinitis del rotuliano a uno, y lesión perineal a la otra.   
Llegó la época de matanza, y  decidieron resarcirse de tanta  vida sana, dándose un buen atracón a base del magnífico ejemplar de pezuñas negras que habían criado a cuerpo de rey en el corral. Nunca estuvieron más de acuerdo con el refrán de que «eran buenos hasta sus andares».

Les volvieron los colores a sus mejillas;  a lo que también ayudó el tinto de las bodegas de la zona. A su lado,  el beneficioso mosto era un sencillo zumo de fruta bautizado.
Después de saltarse algunas normas de su saludable vida, la echaron de menos más que nunca y fueron a buscarla con síndrome de abstinencia. Estaba arrinconada al fondo del gran salón, tapada con una manta y un pespunte de imperdibles a modo de  festón a su alrededor. Ella tenía la seguridad de que añoraban su protagonismo, y que había llegado el momento de reconquistarlos. Llevaba algún tiempo en la familia y los conocía bien. Se sabía la dueña de sus silencios y con toda la belleza de su pantalla de plasma de tropecientas pulgadas volvió a entrar a lo grande en la vida de esos urbanitas que no podían resistirse a su embrujo.

Volvieron a ser testigos de la impunidad de los de siempre. De las desgracias de muchos más que los de siempre. De las mentiras disfrazadas de eufemismos, y las verdades a medias. De la imaginación atascada en las tuberías del intelecto, y el sonambulismo consciente de multitud de abducidos.
Se habían aclimatado, más o menos, a la vida sana del pueblo, pero seguir ignorándola era mucho más de lo que se le podía pedir a un mortal de este siglo.
Y colorín, colorado. Este cuento no se ha acabado...

 Esperanza Liñán Gálvez  



4 comentarios:

  1. Érase una vez una amiga mía llamada Esperanza que no paraba de escribir ni con los calores de agosto…
    No sé como te las ingenias ¡hija!, pero le sacas partido a todo. Muy culinario e ingenioso tu relato. Lo del jabón me ha recordado mis años juveniles porque mi madre me gritaba que me retirara de ella cuando lo estaba haciendo. Yo entonces so sabía el por qué.
    Un abrazo y a ver si nos vemos pronto.

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  2. Gracias Maruja por tus palabras de ánimo. La verdad es que estos calores son capaces de ablandar las meninges de cualquiera.
    Un abrazo para ti también, y mi agradecimiento siempre a Amaduma por publicar mis ocurrencias.
    Esperanza.

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  3. Gracias Maruja otra vez por tus palabras y por leerme. En realidad esa vida sana puede no serlo tanto cuando no estamos acostumbrados a ella, y hay cosas a las que muchos se resisten a renunciar. De ahí el escrito que se me ocurrió.
    Un abrazo para ti, y mi agradecimiento a Amaduma.
    Esperanza.

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  4. Gracias Maruja (por tercera vez), algo debe pasar que no se han recogido los comentarios anteriores.
    Un abrazo también para ti, y hasta pronto.
    Esperanza.

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