05 agosto 2010

EL CAMPESINO

Mayte Tudea
31-julio-2010




EL CAMPESINO, EL FILÓSOFO


Hablaba Paco Oses en una de sus “reflexiones al borde del mar” de la sabiduría natural de los campesinos.

Es cierto que cuando se consigue vencer esa desconfianza inicial que suelen mostrar hacia el “capitalino”, al que le reconocen una serie de conocimientos que ellos no tienen, pero al que consideran ignorante sobre un montón de materias que ellos dominan –sobre todo aquellas relacionadas con la naturaleza-, son capaces de ofrecerte una disertación filosófica sobre el campo, los ciclos de la tierra, la condición humana, en fin, sobre la vida en su más amplio significado y sorprender a quien le escucha, aunque éste sea Licenciado en ... o Catedrático de ...

Yo recuerdo mis veranos de niña que transcurrían en un hermoso pueblecito de la costa vasca, donde los hombres curtidos, bien por el aire del mar –“arranchales” que vivían de la pesca en un Cantábrico hostil que cada año se cobraba su tributo en vidas-, o el de la tierra húmeda y fértil en la que trabajaban sin descanso y que además de producir alimentos de extraordinaria calidad, les regalaba una hierba fresca y verde con la que mantenían lustrosas y alimentadas a sus vacas.

Mi abuela me mandaba todas las mañanas con una cantimplora de reluciente zinc a recoger la leche recién ordeñada de un caserío cercano. El aldeano, con la boina permanentemente calada –nunca pude ver el color de su pelo-, me miraba muy serio, me servía la leche aún caliente que medía con largueza en un cazo de extenso mango, -cinco “cuartillos”- y cuando le pagaba semanalmente, era capaz de recordarme: “Nesca, dile a la amama que me debe cinco perras chicas”. Y junto a este comentario que a mí me parecía miserable, me regalaba un hermoso trozo de mantequilla compacta y de color dorado, envuelta en una gran hoja de parra.

La “amama”, mi abuela, me lo explicaba: “Una cosa es el negocio y otra la amistad. No perdona las cinco “perras chicas” porque es el justo pago a lo que vende, pero sin embargo, nos obsequia con la mantequilla que vale cincuenta veces más”.

El que mi abuela mirando al sol pudiera precisar la hora casi con exactitud –yo corría a veces a comprobarla en el reloj de la cocina-, y ante un cielo limpio y un sol radiante, afirmara: “Esta tarde tendremos galerna” y efectivamente, así ocurriera, y en nuestros largos paseos por un bosque cercano fuera recogiendo plantas diversas que me cicatrizaban las heridas, me aliviaban la insolación, el estreñimiento, y todos los pequeños percances que a veces se sucedían a lo largo del verano, desde mi visión infantil le confería un don especial, la creencia de que tenía poderes, de que era una especie de “bruja” buena con conocimientos -que otras personas más preparadas-, no poseían. Tuvieron que pasar algunos años para que comprendiera que había nacido en el campo y su “sabiduría”, en parte, provenía de él. ¿Qué importancia la de los abuelos en la vida del niño, verdad Tomás?

Cuando vine a vivir al Sur, aunque nos instalamos en la ciudad, tuve la oportunidad de conocer a gente campesina –alguna emigrada a la capital por las dificultades para sobrevivir en los pueblos-, y pude confirmar lo que había intuido desde niña, salvando las distancias de carácter y de costumbres: el talento innato y la filosofía natural que el aldeano ha ido adquiriendo generación tras generación. En honor a la verdad, también habría que reconocer que algunos son desconfiados y obtusos.

Un amigo nuestro del Norte quería comprar una finca que produjera cítricos, y nos encargó se la localizáramos en la provincia de Málaga. Estuvimos visitando varias en la zona de Cártama y Alhaurín, hasta que encontramos la que reunía todas las condiciones que nuestro amigo nos había pedido.

El lagar entraba por los ojos. Más de diez mil metros de hileras bien alineadas de naranjos, mandarinos y limoneros cubiertos de frutos olorosos, con un cortijo blanco al fondo, no demasiado grande, pero pulcro y perfectamente encalado, y un hermoso pozo con su brocal delante de la casa. Las paredes de ésta aparecían cubiertas de “buganvillas” de distintos colores, desde el rojo intenso al amarillo, y el rumor del Guadalhorce al borde del terreno asegurando el riego -que ya por entonces se hacía por goteo-, nos terminó de convencer.

El dueño, un hombrecito pequeño y enjuto, vestido rigurosamente de negro y calado con un sombrero negro también hasta las cejas,
respondió conciso a la pregunta hecha por mi marido: “Yo quiero cinco millones por mi finca, ni uno más ni uno menos”.

De regreso, yo comenté: “Es una ganga. A Carmelo le va a encantar”. Aclararé que estábamos a mediados de los años ochenta. Esas cifras ahora nos parecen increíbles.

Nuestro amigo se desplazó el fin de semana siguiente para comprobar con sus propios ojos las excelencias de las que le habíamos hablado. Recorrimos de nuevo la finca precedidos por el dueño, que, silencioso, observaba al posible comprador con mirada escrutadora y sin pronunciar una sola palabra.

-“Me han dicho que pide usted cinco millones”. Nosotros sabíamos que esa era la forma de iniciar la compra, porque la propiedad le había encantado.

-“No señor -le interrumpió el lugareño-, yo quiero ocho millones de pesetas”.

La sorpresa y el enfado se notaron en la voz de mi marido:

-“La semana pasada usted me aseguró que quería cinco millones. Y mi mujer puede confirmarlo”.

-“Si señor, pero yo no soy un río-, dijo pausadamente el campesino.

-“¿Y que significa eso?”- La irritación de mi marido iba en aumento. Su sentido de la formalidad, de las palabra dada, chocaba de frente contra la actitud de la otra parte.

-“Pues que los ríos son los únicos que no se vuelven atrás”, sentenció el dueño de las tierras.

Sólo fui yo la que sonrió ante su respuesta. Lo hombres, muy enfadados, se encaminaron hacia la salida dando por rota cualquier posible negociación.

Rezagados los dos, me comentó:

-“Señora, usted sabe que la finca vale eso y más”.

-¿Y por qué no lo dijo desde un principio?

-“Porque ustedes no eran los interesados. Sólo cuando he visto que su amigo verdaderamente quería comprarla he puesto las cartas sobre la mesa”.

Supimos más tarde que terminó vendiéndola a otras personas en siete millones y medio.

Campesino sí, pero no tonto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor: Se ruega no utilizar palabras soeces ni insultos ni blasfemias, así todo irá sobre ruedas.
Reservado el derecho de admisión para comentarios.

Buscar