16 diciembre 2009

LA SOMBRA DE MISTER SCROOGE.







Durante el largo fin de semana de la Constitución, llevé a todos mis nietos al cine. Tenían mucho interés en ver la película de dibujos animados "Planet 51", realizada, creo que en su totalidad, por un equipo español con un gran presupuesto, y que está consiguiendo unos resultados económicos espectaculares. He de decir, que en su género, no tiene nada que envidiar a las producciones americanas, cosa que últimamente no es ninguna novedad: ahí tenemos "Ágora" sin ir más lejos.

Escuchar las carcajadas de mis nietas más pequeñas, y oír reír a los mayores, fue la mejor compensación al lío de palomitas, bebidas, anoraks, chaquetas, preguntas realizadas en cuadrofonía que esperan respuesta inmediata, en fin, todo lo que significa estar rodeada de niños ¡benditos sean!

Antes de la proyección de la película, de entre los distintos trailers anunciando los próximos estrenos ("¡abuela yo quiero ver ésa!", "¡abuela quiero que nos traigas a esta otra"), me llamó la atención el rostro de Mister Scrooge, principal personaje de la película que anticipaban, "Cuento de Navidad", basada en la famosa obra de Charles Dickens . Al contemplar ese rostro, inmediatamente surgió en mi memoria otro con un considerable parecido: el de un vecino nuestro de la casa en la que viví de niña junto a mi familia.

Se llamaba Laurencio. Era hosco, retraído, de ceño fruncido y expresión avinagrada, siempre, invariablemente la misma expresión. Jamás le había visto sonreír y las veces que escuché su voz, sólo fue para regañarnos, o intimidarnos. Olvidaba decir que odiaba a los niños y cualquier cosa que hiciéramos –fueran travesuras o no-, provocaban en él una larga retahíla de amenazas, que como una salmodia repetía mientras atravesaba el portal y subía las escaleras hasta llegar a su piso. En más de una ocasión nos "obsequió" con un tirón de orejas o un pescozón: por supuesto, siempre que nos sorprendía deslizándonos por la barandilla. Es comprensible que le temiéramos y huyéramos de él como de la peste.

Las quejas ante nuestros padres eran continuas. Pero afortunadamente, conocedores de su mal talante, las reconvenciones que éstos nos hacían eran leves y no demasiado frecuentes.

Tenía fama de avaro. Hasta el punto de organizar un auténtico escándalo cuando le cogíamos dos o tres algarrobas -con las que alimentaba a sus caballos-, de un saco lleno de ellas. A los niños nos gustaba aquel sabor dulzón y metíamos la mano en el saco siempre que podíamos. Si nos sorprendía, teníamos aseguradas la "colleja" y la protesta ante nuestras familias.

Un día escuché a mi abuela una expresión que yo desconocía. "Laurencio tiene un cáncer", le decía a mi madre. Ignorante por completo de lo que significaba, descubrí al cabo de varias semanas de ausencia, que nuestro vecino había regresado con el cuello cubierto de un grueso vendaje del que asomaba un extraño tubo que le llegaba a la boca, y a través del cual emitía unos roncos sonidos metalizados que querían convertirse en palabras.

Cuando lo tuve frente a mí sentí un extraño terror. Y no supe si lo que lo provocaba era aquel gutural modo de pronunciar mi nombre, o la sonrisa que por primera vez vi asomada en sus labios. Salí disparada escaleras arriba con el corazón golpeándome alocadamente y no respiré tranquila hasta cerrar la puerta de mi casa.

A partir de aquel momento, los bolsillos de Laurencio siempre estuvieron repletos de caramelos y chucherías que intentaba repartir con generosidad, y de su boca no se borró la sonrisa que había estrenado e incorporado a su rostro de forma permanente.

Sin embargo, los niños continuábamos huyéndole; no era suficiente el reclamo de las golosinas (entonces, para nosotros, tan escasas).Y cuando murió, al cabo de unos meses, no había nada que me produjera mayor temor que acceder hasta el rellano mal iluminado de su puerta -que había de atravesar necesariamente para llegar a la mía- y en el que me parecía ver su oscura sombra reflejada en la pared.

Mi abuela –que de cada tres frases pronunciadas, dos eran refranes- solía decir: "después del burro muerto, la cebada por el rabo".

Y es que resulta muy difícil cambiar la trayectoria de un vehículo pocos metros antes de llegar a la meta.



Mayte Tudea.

12 Diciembre 2009



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