En
la mayoría de las horas del día llegan a nuestros órganos auditivos multitud de
variados sonidos. Normalmente estas formas acústicas se “visten” con un diversificado
ropaje, tanto de las palabras, como de las notas musicales del pentagrama.
Cuando OIMOS, a esos sonidos solemos prestarles una limitada
atención, actitud diferente de cuando ESCUCHAMOS,
pues en este caso tratamos de entender el mensaje que se nos está transmitiendo.
Por
fortuna son muchos los momentos en que practicamos la escucha, aplicando la
atención, que se superpone a la superficialidad del oír. Los ejemplos serían
numerosos: cuando el profesor explica la materia a sus alumnos; el locutor que
transmite una noticia a través de la radio o la televisión; el marido que habla
con su mujer; el mecánico que explica al cliente el problema del coche que
repara, etc. Lógicamente, la atención se acrecienta cuando se nos transmite un
contenido de cierta importancia o relevancia para nuestros intereses.
Para el infortunio comunicativo, hay personas que no “saben” escuchar. En algunos casos matizaríamos la palabra saber por “querer”. Esta modalidad pertenece a todos aquellos oyentes a quienes no les gusta o no les importa lo que otros están transmitiendo. Esa actitud también se aplica cuando nuestro interlocutor interrumpe el mensaje que tratamos de exponer. Son personas impetuosas que cortan, interrumpen o relegan nuestra exposición o línea argumental, pareciendo que sólo aceptan o consideran importante los que ellos están diciendo. Otra modalidad ocurre con aquéllos que sólo entienden los contenidos que les benefician y gustan, evitando escuchar aquellos otros contenidos molestos que les disgustan. Así resulta que nuestros argumentos y línea expositiva es repelida o interrumpida. Sería como hablar ante un muro cerrado o en el mismo desierto. Algunos de estos interlocutores ni siquiera se avienen a la educada virtud de entender el sentido de nuestras palabras.
Es
obvio, educado y enriquecedor el saber escuchar. Para ello es necesario,
volviendo al principio de este comentario, prestar
atención al mensaje que se nos transmite. En el contenido del argumentario
habrá partes que nos agradarán o interesarán más que otras. Pero a todas ellas
hay que saber respetarlas, pues son ideas o contenidos vinculados a la legítima
opinión de nuestro interlocutor. Lógicamente, esperamos contar con la necesaria reciprocidad, a fin de poder transmitir
nuestras propias opiniones, en forma de aceptación o discrepancia. También es
una buena práctica saber mirar a los ojos de
aquel interlocutor que nos está hablando. Este cruce sereno de miradas,
potencia la respectiva credibilidad que deseamos mantener.
La
primera y principal práctica para el bien escuchar habría
que realizarla dentro del ámbito familiar,
hábito o diálogo que habría que mantener en todas las edades de nuestras vidas.
Por supuesto, también en los centros escolares,
desde la etapa infantil, primaria, secundaria y universitaria. La educación
para el arte y respeto del bien dialogar debe mantenerse en todas las
expresiones que realicemos, sea cual sea el ámbito espacial o temporal en que
nos hallemos (laboral, vecinal, grupal).
Es frecuente que el oyente o hablante reciba o exprese esas populares frases de “no te entiendo, por favor ¿puedes repetir lo que estás diciendo? ¿podría elevar el volumen de la voz? Le rogaría hablara un poco más despacio, si fuera posible. Permítame que exponga mi punto de vista. No estoy de acuerdo o discrepo de su mensaje”, frases que según las circunstancias mezclarán o usarán el “tuteo” o las formas más respetuosas del usted.
Además
de hablar o dialogar con las personas, podemos hacerlo también
con los componentes de la naturaleza. En absoluto es una broma. Los
árboles, los macizos vegetales, los ríos y los mares, el amanecer o el
atardecer, el viento y la lluvia, pueden ser perfectos interlocutores mentales.
En realidad, al hacerlo estamos hablando y escuchando con la privacidad de
nuestra propia conciencia.
Para
finalizar, una breve escena. Dos amigos, ambos ya jubilados y con muchas
anualidades en sus cada vez más curvadas espaldas, practicaban la inteligente
costumbre de salir juntos todas las tardes. Lo hacían durante un par de horas, a
fin de compartir y disfrutar gratos paseos por las afueras del pueblo. En ese paciente
caminar, por la naturaleza circundante a la localidad, mezclaban los simbólicos
silencios, con la frondosidad acústica de las palabras. Una de las tardes, MARTINO, se mantenía permanentemente callado, ante
la intensa verborrea del compañero vecinal FABIÁN.
Al fin éste, tras ver extraña la actitud de su amigo, acertó a preguntarle:
¿Por qué no me dices nada, desde que hemos salido a disfrutar de nuestro paseo?
La respuesta fue expresada de inmediato: “En verdad, porque no me dejas. Tú lo
dices todo”. Desde aquella tarde de junio, el amigo Fabián fue mucho más
comedido, escuchando lo que también necesitaba expresar Martino, su compañero
de paseo. La práctica del buen diálogo mejoró entre ambos paseantes, en tiempos
del ocre atardecer para el letargo de sus trabajadas memorias. –
José
L. Casado Toro
Marzo
2025
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