07 marzo 2025

APRENDER A ESCUCHAR

 


En la mayoría de las horas del día llegan a nuestros órganos auditivos multitud de variados sonidos. Normalmente estas formas acústicas se “visten” con un diversificado ropaje, tanto de las palabras, como de las notas musicales del pentagrama. Cuando OIMOS, a esos sonidos solemos prestarles una limitada atención, actitud diferente de cuando ESCUCHAMOS, pues en este caso tratamos de entender el mensaje que se nos está transmitiendo.

Por fortuna son muchos los momentos en que practicamos la escucha, aplicando la atención, que se superpone a la superficialidad del oír. Los ejemplos serían numerosos: cuando el profesor explica la materia a sus alumnos; el locutor que transmite una noticia a través de la radio o la televisión; el marido que habla con su mujer; el mecánico que explica al cliente el problema del coche que repara, etc. Lógicamente, la atención se acrecienta cuando se nos transmite un contenido de cierta importancia o relevancia para nuestros intereses.  

Para el infortunio comunicativo, hay personas que no “saben” escuchar. En algunos casos matizaríamos la palabra saber por “querer”. Esta modalidad pertenece a todos aquellos oyentes a quienes no les gusta o no les importa lo que otros están transmitiendo. Esa actitud también se aplica cuando nuestro interlocutor interrumpe el mensaje que tratamos de exponer. Son personas impetuosas que cortan, interrumpen o relegan nuestra exposición o línea argumental, pareciendo que sólo aceptan o consideran importante los que ellos están diciendo. Otra modalidad ocurre con aquéllos que sólo entienden los contenidos que les benefician y gustan, evitando escuchar aquellos otros contenidos molestos que les disgustan. Así resulta que nuestros argumentos y línea expositiva es repelida o interrumpida. Sería como hablar ante un muro cerrado o en el mismo desierto. Algunos de estos interlocutores ni siquiera se avienen a la educada virtud de entender el sentido de nuestras palabras.


Es obvio, educado y enriquecedor el saber escuchar. Para ello es necesario, volviendo al principio de este comentario, prestar atención al mensaje que se nos transmite. En el contenido del argumentario habrá partes que nos agradarán o interesarán más que otras. Pero a todas ellas hay que saber respetarlas, pues son ideas o contenidos vinculados a la legítima opinión de nuestro interlocutor. Lógicamente, esperamos contar con la necesaria reciprocidad, a fin de poder transmitir nuestras propias opiniones, en forma de aceptación o discrepancia. También es una buena práctica saber mirar a los ojos de aquel interlocutor que nos está hablando. Este cruce sereno de miradas, potencia la respectiva credibilidad que deseamos mantener.

La primera y principal práctica para el bien escuchar habría que realizarla dentro del ámbito familiar, hábito o diálogo que habría que mantener en todas las edades de nuestras vidas. Por supuesto, también en los centros escolares, desde la etapa infantil, primaria, secundaria y universitaria. La educación para el arte y respeto del bien dialogar debe mantenerse en todas las expresiones que realicemos, sea cual sea el ámbito espacial o temporal en que nos hallemos (laboral, vecinal, grupal).

Es frecuente que el oyente o hablante reciba o exprese esas populares frases de “no te entiendo, por favor ¿puedes repetir lo que estás diciendo? ¿podría elevar el volumen de la voz? Le rogaría hablara un poco más despacio, si fuera posible. Permítame que exponga mi punto de vista. No estoy de acuerdo o discrepo de su mensaje”, frases que según las circunstancias mezclarán o usarán el “tuteo” o las formas más respetuosas del usted.


Además de hablar o dialogar con las personas, podemos hacerlo también con los componentes de la naturaleza. En absoluto es una broma. Los árboles, los macizos vegetales, los ríos y los mares, el amanecer o el atardecer, el viento y la lluvia, pueden ser perfectos interlocutores mentales. En realidad, al hacerlo estamos hablando y escuchando con la privacidad de nuestra propia conciencia.

Para finalizar, una breve escena. Dos amigos, ambos ya jubilados y con muchas anualidades en sus cada vez más curvadas espaldas, practicaban la inteligente costumbre de salir juntos todas las tardes. Lo hacían durante un par de horas, a fin de compartir y disfrutar gratos paseos por las afueras del pueblo. En ese paciente caminar, por la naturaleza circundante a la localidad, mezclaban los simbólicos silencios, con la frondosidad acústica de las palabras. Una de las tardes, MARTINO, se mantenía permanentemente callado, ante la intensa verborrea del compañero vecinal FABIÁN. Al fin éste, tras ver extraña la actitud de su amigo, acertó a preguntarle: ¿Por qué no me dices nada, desde que hemos salido a disfrutar de nuestro paseo? La respuesta fue expresada de inmediato: “En verdad, porque no me dejas. Tú lo dices todo”. Desde aquella tarde de junio, el amigo Fabián fue mucho más comedido, escuchando lo que también necesitaba expresar Martino, su compañero de paseo. La práctica del buen diálogo mejoró entre ambos paseantes, en tiempos del ocre atardecer para el letargo de sus trabajadas memorias. –


José L. Casado Toro

Marzo 2025

 

 


 



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