02 enero 2025

OTRA CIUDAD SIEMPRE PRESENTE: BILBAO

 

—PRIMERA PARTE—

 

No resulta fácil hablar o escribir sobre aquello que forma parte de uno mismo, de lo que estás impregnado aún sin quererlo, y de la influencia que su clima, su paisaje y su “paisanaje” han tenido en nuestro propio carácter e incluso en la forma de entender y proceder a lo largo de la vida.

       Estoy refiriéndome a la ciudad del Norte en la que nací, Bilbao, en la que viví mi infancia y mi primera juventud y que abandoné apenas cumplidos veinte años. Ese primer periodo de vida es fundamental para cualquier ser humano y va marcando el perfil de cada persona. Con el temperamento se nace pero el carácter se hace y lo que te rodea trasciende y te marca, al menos a mi parecer.

       Bueno, dejemos de filosofar y vayamos al relato. Mi primera impresión de esta ciudad, por definirla con la paleta de colores, era la de un lugar gris. Llovía entonces con mucha frecuencia —ahora lo hace menos— y ello le daba al ambiente un tono melancólico. El famoso sirimiri (que te empapaba sin que lo advirtieras) dotaba a la naturaleza de ese esplendor verde, verde rabioso, que hacía crecer la hierba y el musgo en cualquier resquicio, en los muros de piedra, en las juntas de las losas del suelo y en los espacios más inopinados. Los helechos del País Vasco se convierten, con la lluvia tan frecuente, en árboles que adornan el recodo de cualquier camino.

¡Y qué decir de la verdura tan tierna y sabrosa! Las lechugas, las acelgas, las judías verdes, las zanahorias, los pimientos ofrecían una dulzura al paladar que raras veces he disfrutado fuera de esta tierra.  Aquí la gastronomía se convierte en algo de importancia capital, se la cuida, se la mima y el mejor componente de la cocina vasca consiste en la calidad del producto que se emplea. Pescados, de mayor tamaño que los del Mediterráneo, pero con un frescor inigualable y carnes jugosas que se deshacen en la boca al masticarlas.




       Aunque es cierto que el cielo permanecía encapotado muchos días al año, también lo es que cuando el sol asomaba la belleza de sus paisajes te dejaba sin aliento. El azul del cielo tiene aquí una característica muy especial: un azul delicado, de porcelana, un azul dulce y tímido como una colegiala (no sé si en la actualidad la comparación es la adecuada).

       He escrito que el tono gris lo impregnaba todo y habré de explicar el porqué. En la propia  ciudad, en el centro de ella, se asentaban Altos Hornos que emitían una nube de ese color, aunque más oscuro, y el hollín ensuciaba los edificios (algunos de ellos magníficos) y los recubría de una pátina viscosa que se adhería a las paredes y supongo que a los pulmones también.

       Los Altos Hornos de Euskalduna estaban situados al final de la avenida más importante de Bilbao, la Gran Vía, y colindantes con el parque más amplio y más bonito de la ciudad, el de Doña Casilda. Un parque con un lago extenso y un número considerable de pavos reales que se paseaban orgullosos e indiferentes a las personas y también a los niños que los perseguíamos. Alrededor de los famosos “barquilleros” se arremolinaban un grupo de críos para impulsar la rueda y después disfrutar de los crujientes barquillos. Este parque tiene la pérgola —en forma de herradura— más ancha y más hermosa que yo haya visto en otro lugar.





       Sobre  una pequeña colina y muy próximos al Ayuntamiento —un edificio de estilo ecléctico y de gran belleza—  se alzaban los Altos Hornos de Echevarría. Cuando se desmontaron —tras la dura reconversión industrial de los años ochenta del siglo pasado — el alcalde a la sazón, Iñaki Altuna, tuvo la valentía de destinar ese suelo a la construcción de un amplio parque, el parque Echevarría del que hoy disfrutan los bilbaínos. Este Alcalde, que rigió los destinos de la ciudad durante varias elecciones fue nombrado, creo que por la Unesco, “El mejor Alcalde del mundo”. Esto certifica su capacidad como edil y su preocupación por mejorar la calidad de vida de sus conciudadanos.

       Bilbao cuenta con un hermoso teatro, el Arriaga, copia exacta del teatro de la Ópera de París, aunque quizá de menores dimensiones, y  donde se representan  óperas de gran calidad impulsadas por “Abao” un grupo de aficionados a esta música que mantienen celosamente la tradición. Muy cerca del Arriaga se encuentra una estación de tren modernista, la Estación de Santander, que luce unas vidrieras espectaculares.



En sus famosas “Siete  Calles” —la zona comercial más importante de la Villa, al menos en mi niñez— se aglutinan también un buen número de restaurantes y de bares donde disfrutar de los afamados “pinchos” —pequeñas delicias gastronómicas donde la imaginación y el buen gusto se renueva cada día—.

       En una pequeña plaza que se forma entre las “Siete Calles” está situada la Catedral de Santiago, de hermoso estilo gótico, y que fue levantada tras el terrible incendio de la anterior. Comenzó a construirse a principios del siglo catorce.

       Y muy cerca de aquí destaca el puente más antiguo de la ciudad, el de San Antón  que luce, en piedra, el escudo que la distingue. Junto a él la emblemática iglesia de San Antón y el Mercado más importante de toda la provincia, el de La Ribera. Aquí se ofrecen los mejores pescados, carnes, verduras y frutas del País Vasco.

       Esta larga introducción se refiere al Bilbao que yo conocí y viví de niña y jovencita. En una próxima entrega les describiré el Bilbao actual, el rompedor, el que desde la construcción del Museo Gugemheim se ha transformado en una capital moderna, limpia y enormemente atractiva para el turismo que la visita y se ha convertido en una importante fuente de ingresos.

MAYTE TUDEA.


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