—PRIMERA PARTE—
No resulta fácil hablar o escribir
sobre aquello que forma parte de uno mismo, de lo que estás impregnado aún sin
quererlo, y de la influencia que su clima, su paisaje y su “paisanaje” han
tenido en nuestro propio carácter e incluso en la forma de entender y proceder
a lo largo de la vida.
Estoy
refiriéndome a la ciudad del Norte en la que nací, Bilbao, en la que viví mi
infancia y mi primera juventud y que abandoné apenas cumplidos veinte años. Ese
primer periodo de vida es fundamental para cualquier ser humano y va marcando
el perfil de cada persona. Con el temperamento se nace pero el carácter se hace
y lo que te rodea trasciende y te marca, al menos a mi parecer.
Bueno,
dejemos de filosofar y vayamos al relato. Mi primera impresión de esta ciudad,
por definirla con la paleta de colores, era la de un lugar gris. Llovía
entonces con mucha frecuencia —ahora lo hace menos— y ello le daba al ambiente
un tono melancólico. El famoso sirimiri (que te empapaba sin que lo
advirtieras) dotaba a la naturaleza de ese esplendor verde, verde rabioso, que
hacía crecer la hierba y el musgo en cualquier resquicio, en los muros de
piedra, en las juntas de las losas del suelo y en los espacios más inopinados.
Los helechos del País Vasco se convierten, con la lluvia tan frecuente, en
árboles que adornan el recodo de cualquier camino.
¡Y qué decir de la verdura tan tierna y
sabrosa! Las lechugas, las acelgas, las judías verdes, las zanahorias, los
pimientos ofrecían una dulzura al paladar que raras veces he disfrutado fuera
de esta tierra. Aquí la gastronomía se
convierte en algo de importancia capital, se la cuida, se la mima y el mejor
componente de la cocina vasca consiste en la calidad del producto que se
emplea. Pescados, de mayor tamaño que los del Mediterráneo, pero con un frescor
inigualable y carnes jugosas que se deshacen en la boca al masticarlas.
Aunque
es cierto que el cielo permanecía encapotado muchos días al año, también lo es
que cuando el sol asomaba la belleza de sus paisajes te dejaba sin aliento. El
azul del cielo tiene aquí una característica muy especial: un azul delicado, de
porcelana, un azul dulce y tímido como una colegiala (no sé si en la actualidad
la comparación es la adecuada).
He
escrito que el tono gris lo impregnaba todo y habré de explicar el porqué. En
la propia ciudad, en el centro de ella,
se asentaban Altos Hornos que emitían una nube de ese color, aunque más oscuro,
y el hollín ensuciaba los edificios (algunos de ellos magníficos) y los
recubría de una pátina viscosa que se adhería a las paredes y supongo que a los
pulmones también.
Los
Altos Hornos de Euskalduna estaban situados al final de la avenida más
importante de Bilbao, la Gran Vía, y colindantes con el parque más amplio y más
bonito de la ciudad, el de Doña Casilda. Un parque con un lago extenso y un
número considerable de pavos reales que se paseaban orgullosos e indiferentes a
las personas y también a los niños que los perseguíamos. Alrededor de los
famosos “barquilleros” se arremolinaban un grupo de críos para impulsar la
rueda y después disfrutar de los crujientes barquillos. Este parque tiene la
pérgola —en forma de herradura— más ancha y más hermosa que yo haya visto en
otro lugar.
Sobre una pequeña colina y muy próximos al Ayuntamiento
—un edificio de estilo ecléctico y de gran belleza— se alzaban los Altos Hornos de Echevarría.
Cuando se desmontaron —tras la dura reconversión industrial de los años ochenta
del siglo pasado — el alcalde a la sazón, Iñaki Altuna, tuvo la valentía de
destinar ese suelo a la construcción de un amplio parque, el parque Echevarría
del que hoy disfrutan los bilbaínos. Este Alcalde, que rigió los destinos de la
ciudad durante varias elecciones fue nombrado, creo que por la Unesco, “El
mejor Alcalde del mundo”. Esto certifica su capacidad como edil y su
preocupación por mejorar la calidad de vida de sus conciudadanos.
Bilbao cuenta con un hermoso teatro, el
Arriaga, copia exacta del teatro de la Ópera de París, aunque quizá de menores
dimensiones, y donde se representan óperas de gran calidad impulsadas por “Abao”
un grupo de aficionados a esta música que mantienen celosamente la tradición. Muy
cerca del Arriaga se encuentra una estación de tren modernista, la Estación de
Santander, que luce unas vidrieras espectaculares.
En sus famosas “Siete Calles” —la zona comercial más importante de
la Villa, al menos en mi niñez— se aglutinan también un buen número de
restaurantes y de bares donde disfrutar de los afamados “pinchos” —pequeñas
delicias gastronómicas donde la imaginación y el buen gusto se renueva cada
día—.
En
una pequeña plaza que se forma entre las “Siete Calles” está situada la
Catedral de Santiago, de hermoso estilo gótico, y que fue levantada tras el
terrible incendio de la anterior. Comenzó a construirse a principios del siglo
catorce.
Y
muy cerca de aquí destaca el puente más antiguo de la ciudad, el de San
Antón que luce, en piedra, el escudo que
la distingue. Junto a él la emblemática iglesia de San Antón y el Mercado más
importante de toda la provincia, el de La Ribera. Aquí se ofrecen los mejores
pescados, carnes, verduras y frutas del País Vasco.
Esta
larga introducción se refiere al Bilbao que yo conocí y viví de niña y
jovencita. En una próxima entrega les describiré el Bilbao actual, el rompedor,
el que desde la construcción del Museo Gugemheim se ha transformado en una
capital moderna, limpia y enormemente atractiva para el turismo que la visita y
se ha convertido en una importante fuente de ingresos.
MAYTE TUDEA.
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