Hay palabras que, según las épocas y
los lugares, alcanzan el gran protagonismo que aporta la moda. En la
actualidad, con la universalización mediática de la globalización, el uso y
poderío de estos vocablos se transmite por todos los rincones del universo (al
menos, en nuestro planeta). Y lo más curioso es que muchas de estas palabras,
que “visten bien” dando lustre y autoridad a quien las utilizan, vienen a
significar básicamente lo mismo de lo que se ha dicho o manifestado “desde
siempre”, aunque con una expresividad algo más barroca en la densificación de
las letras.
Todo este rodeo introductorio nos
conduce a ese concepto que “realza” a quien con frecuencia lo utiliza. Nos
estamos refiriendo a la palabra EMPATÍA.
Para su mejor comprensión, hay que partir de una simple cuantificación. Se
posee o no. Se tiene en una mayor o menor cantidad. O en nada. Se dice: “esa
persona tiene mucha empatía. Aquella otra carece de la necesaria empatía”. Para
su mayor facilidad comprensiva, lo primero es positivo, plausible o digno de
admiración. Lo segundo es carencialmente negativo. Esta antítesis u oposición
“bueno o malo”, nos ayuda a ir entendiendo la naturaleza de su significado.
Si nos trasladamos al lenguaje más
clásico, décadas atrás, se solía decir “es bueno, solidario y conveniente,
tratar de ponerse en el lugar de los demás, a fin de mejor entender sus
problemas, su pesar, comprender su alegría, su comportamiento o dificultad
vivencial”. “Lo que te ocurre es que no intentas ponerte en mi lugar, para
entender lo que estoy haciendo o diciendo”. Pero claro, utilizando un solo
vocablo, quedamos muy bien ante el auditorio social y alimentamos nuestro ego
al aire “expresando” y escribiendo, por aquí y por allá, lo de “empatía”. Por
supuesto, con una mayor economía léxica, se acomode mejor o con más dificultad
en la frase que estamos pronunciando.
Parece que existe la general
connivencia o acuerdo de que “ponerse en el lugar y las circunstancias de los
demás”, siempre en la medida de lo posible, es una práctica conveniente,
solidaria y socialmente positiva, actitud que debemos aplicar también con la
esperanza de la reciprocidad de los demás hacía nuestra persona y problemática.
Es tan necesaria esta actitud que nos ayudará a una mejor comprensión del
comportamiento de quienes nos rodean en nuestro microcosmos, próximo o más
alejado.
Con generoso esfuerzo, hemos unido dos
valores que en sí mismos no están tan alejados, sino todo lo contrario, están vinculados
por la sensatez, la racionalidad, el equilibrio, la comprensión y esa
solidaridad tan necesaria, a fin de poder realizar o desarrollar una
convivencia menos tóxica, intransigente, excluyente y sectaria. Y estas últimas
palabras no son en absoluto gratuitas. A poco que abramos las páginas de
internacional, correspondientes a los medios de comunicación, comprobaremos la
pandemia carencial de empatía y tolerancia que hoy día ensombrece a nuestro
planeta. La sociedad en la vivimos está muy necesitada de una gran cura de
humildad y una urgente terapéutica de generosa empatía y tolerancia.
Para ir finalizando este articulo
reflexivo, sobre estas importantes actitudes, cabe preguntarse ¿hay soluciones
a corto o medio plazo para un cambio saludable en la línea que estamos
defendiendo, ahora que estamos finalizando el primer cuarto del siglo XXI? La
incredulidad domina nuestra respuesta. ¿En qué nos basamos, fundamentalmente,
para realizar esta dura apreciación? El
“EGOCENTRISMO” está incardinado severamente en nuestros hábitos de convivencia.
Y ese ego “patológico” alimenta irremediablemente esa toxicidad que prevalece
en las relaciones entre Estados, cuyo nivel más lesivo y doloroso es el recurso
a la violencia y a la guerra. Pero no sólo en las relaciones internacionales,
también en los comportamientos individuales, y regionales, llegando hasta el
ámbito familiar, laboral y el colectivo toda naturaleza. En este punto, hay que
aludir a un tercer vocablo también inexcusable en los comportamientos: la SOLIDARIDAD.
Dentro de escasos días, al son de la
parafernalia campanera y de la fanfarria embriagadora, brindaremos y nos
desearemos un muy feliz 2025, con rostros de forzado “casting cinematográfico”.
¿Alguien en su sano juicio creerá que ese noble, saludable y conveniente deseo,
tenga alguna posibilidad de mínima verosimilitud? Ante estos negros u ocres
nubarrones, tendremos que recurrir al cuarto vocablo para esta reflexión de
final de año. Ese importante e idealizado concepto no es otros que el de la UTOPÍA, esa sociedad perfecta sobre la que
escribió Thomas More (1478-1535) filósofo,
teólogo, político, escritor, poeta, traductor, profesor de leyes y lord
canciller de Enrique VIII de Inglaterra.
Una vez
más, como se ha reiterado en estas páginas a lo largo de los años, pensamos que
sólo hay un lúcido camino, que pueda dar alguna luz a nuestra patente
incredulidad. Y ese camino no es otro sino la vuelta a la NATURALEZA que,
dentro de un mundo imperfecto, es una posibilidad cierta y viable para para
alumbrar los eriales con brotes de esperanza.
Diciembre
2024.
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