10 mayo 2024

SOBRE UN CORTE DE TRAJE

 

Hace unos días veía un programa de la tv, en el que solo se oían gritos y críticas, donde los comentaristas se “despellejaban” unos a otros, como en el “Corralón de la Tiña” lo hacían en el siglo XVIII, en Málaga. Un mexicano me dijo una vez que los españoles, aparte de ser nombrados con el epónimo de “gachupinos”, hablamos “muy golpeados”, queriendo decir que hablábamos muy fuerte, y no como en “Las Bodas de Fígaro”, de Mozart, en la que ocho voces cantando a la vez, y con distinto tono, solo se  percibe una suave nota, que no sé si es un fa o un la, sobrevolando por el escenario; pero claro que el conductor de ese programa no podía compararse al gran Amadeo. Por cierto: dicen que si se copiaran todas las obras que este genio escribió durante sus 35 años de vida, se tardarían 28 años, a 10 horas diarias.  Alguien me dijo que en ese programa, se cortaban unos “trajes estupendos”.  Aquello del “corte de traje”, me vino a la memoria, cuando existía el obrador de confitería de la Sra. Ana, en la calle Duque de la Torre, en mi Melilla natal, en el que un señor, de unos cuarenta años, representante de blondas, jarabes, rodillos, y demás artículos de confitería, que solía visitar a D. Ricardo, esposo de la Sra. Ana, en el obrador, decía muy mosqueado que cuando andaba por esa calle, tenía la impresión de que le estaban “cortando un traje”. Cuando le pregunté al maestro de pastelería, qué quería decir eso del “corte de traje”, el bueno, y orondo de D. Ricardo, muy cachazudo, sonriendo me dijo: “Siéntate aquí, chico, que te lo voy a explicar”. Como era madrileño, él siempre me decía “chico”, o Juanito: “Supuestamente hablando ¡eh!, te digo: Si un hombre bien plantado sube, andando, por la calle Duque; apenas aparece por  la fuente de Trara, (la del armazón de hierro, y las colas de cacharros vacíos), es donde le toman la medida de ese supuesto traje; y pasando los marmolillos de Sagasta y el Callejón del Curruquero, al llegar a la tienda de Micaela, ya se lo han cortado. En la puerta de nuestro obrador, ya hay quienes lo tienen preparado para hacerle el sobrehilado y primera prueba. Más adelante a la altura del Callejón de Pepe Matías, por unas manos muy expertas, le hacen como una segunda prueba, ajustándolo a sus medidas, y al llegar a la puerta de la tienda de Manoli, la de los bollitos suizos, ultiman los pequeños fallitos que pudiera tener y ya, pasado el Callejón del Aceitero, y la tienda de Esperanza, la que vende lejía y estropajo, todo cosido, recosido, cepillado y planchado, tienes un precioso terno hecho a tu medida, con el que puedes visitar a tus deudos en el cercano Cementerio de La Purísima, elegantemente vestido. Pero debes tener en cuenta, que tiene que ser en verano, cuando muchos vecinos están sentados a la fresquita, en las puertas de sus casas, porque en invierno, y con el frío y las lluvias, cualquiera es el guapo, o la guapa, que sale a la puerta.  Aunque hay quienes detrás de los visillos, también lo hacen a la perfección, pero no es lo mismo que si te están viendo de cuerpo entero y andas garbosamente por la calle, como en verano”.

Así, más o menos, fue la explicación que aquél maestro de confitería; que por cierto fue un gran hombre, al igual que su esposa, la Sra. Ana. Recuerdo que hacían una “Carne de Membrillo” cojonuda, y si liábamos caramelos, los niños debíamos hacerlo cantando: “¡Vamos niños al Sagrario...!”. D. Ricardo se refería a  los posibles comentarios que algunos vecinos, y vecinas pudieran hacer en aquéllos tiempos a cualquiera que anduviese por aquélla vetusta calle, donde todo el mundo se conocía. Conste que a algunos niños de esas calles, nos cortaron infinidad de trajes, y todos de suprema calidad, ya que solamente ver una silla vacía a la puerta de cualquier vivienda, era trasladada a otra puerta, distante unos cuantos metros.  Claro que cuando salía la vecina propietaria de la silla: “¡Ay!, por Dios, que ya me han robado mi silla de anea”; y no era así, era que un niño travieso, y juguetón, se la había llevado cincuenta metros más arriba, o más abajo. Así que el traje era etiquetado con: “Ese niño está más rascao que la estera de los baños”, o “Apenas vea  a su madre se lo voy a decir”. También esas mismas vecinas pedían a esos niños “rascaos”, que les hicieran un mandado en las tiendas de Esperanza, de Manoli, o del Nano. Tengo que decir que yo solo hice un solo recado a una vecina, pero con los dos reales que me dio, me los gasté en alquilar un tebeo en un kiosco de la calle Castelar, y jamás volvieron a pedirme un favor similar. Claro que esos dos reales los pagó Mariquita, que fue la que me parió, a dicha vecina. Y cosa extraña: no me regañó. Ella tenía esas “caías”, lo mismo te pegaba sonriendo, un suave pellizco, que no te decía ni mú.  Y nada más que por recordar aquélla anécdota, le envío un beso con todo mi cariño, y que lo reparta con mi padre en La Purísima, porque sé que los dos se estarán sonriendo.  

 

Juan J. Aranda


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