Hola,
me llamo Quique, acabo de cumplir los doce y os voy a contar mi último verano.
He estado como todos los años en el pueblo de mis padres que está en la Mancha,
al lado de un río de los más importantes de España. No digo el nombre por darle
misterio y por si alguien de allí se molesta. El wifi va fatal y no hay tiendas
de chinos, pero yo me lo paso igual o mejor que en casa porque tampoco hay
tráfico, ni está doña Sole, la de mates.
Cuando
llegué, fui primero al Chopo del Muerto. Lo llaman así, en plan, porque un día
encontraron un muerto tumbado en lo más alto. Yo me lo creí hasta los
siete más o menos, ahora ya ni de coña. Solo había tres o cuatro de los de la
pandilla, pero no estaba Vero.
Vivíamos
en casa de mis abuelos. Empecé las vacaciones regular porque en la primera
excursión por la Ruta de los Cagaos, el gordo Elías se cruzó por delante de mi
bici y me lanzó a un lado. Me clavé una astilla en la pierna y me tuvieron que
llevar entre todos al pueblo. A mi abuela casi le da un perreque al verme, como
dicen allí. En el centro de Salud me curaron y el médico me dijo que era muy
valiente y me dio dos piruletas, en plan, como si en vez de doce tuviera seis
años.
Cuando
mis padres me dejaron salir, era el héroe de la pandilla y hasta Vero me miraba
de otra manera. Yo les dije que me había visto el hueso, pero algunos se rieron
porque en la pantorrilla no hay hueso, decían. El que más se reía era el gordo
Elías, que tenía la culpa de todo. Era mi hueso y lo había visto con mis
propios ojos, punto. Creo que Vero, que era la más guapa de la pandilla, no sé
si ya lo he dicho, sí me creyó.
Salíamos
de marcha, lo que era ir de paseo y pipas, jugar al fútbol contra los del
pueblo y robar fruta de noche, en plan, lo de siempre. Además, ya casi no tenía
aquel dolor de cabeza que me dejaba medio atontado.
Al final del veraneo se hacía la
verbena de San Bartolomé, el patrón. Mi prima me había dicho que Vero estaba
por mí, pero yo no sabía qué hacer ni qué decirle, solo tengo doce años. Antes
de los fuegos hacíamos una fiesta de la pandilla en el río. Vero me había
mirado toda la tarde de forma extraña. Ya de noche, me cogió de la mano y me
llevó fuera del grupo. Ella tenía casi catorce. Me dijo que le gustaba y a mí
me empezaron a temblar las piernas. Aun así, me acerqué tanto a ella que no
tuvo más remedio que darme el primer beso, yo le di el segundo y ya perdí la
cuenta. Del temblor pasé a un cosquilleo muy agradable ahí abajo que me gustaba
mucho. Yo no sabía cómo seguir y de repente, en plan, ella cogió mi mano y la
llevó a algo duro y redondo que yo nunca había tocado. Estaba a punto de
explotar cuando sonó la voz del gordo Elías. «Vamos, que empiezan los cohetes». Maldije a ese gordo más que cuando casi
me tiró al río. Me hubiera gustado matarlo allí mismo, pero luego pensé que,
aunque yo no iría a la cárcel, por ser un niño, mi abuela y mis padres cogerían
un buen berrinche. De todas formas, en plan, lo más seguro era que en Navidad
el gordo Elías ya hubiera reventado de un atracón y no lo volvería a ver.
El
día de mi cumpleaños mis padres me dijeron que iban al pueblo grande a hacer
algo de unas tierras, para no tener que llevarme, creo. Allí se iba al notario,
al Mercadona o al médico o sea que iban los mayores a hacer cosas de mayores.
Cuando volvieron no me contaron nada, aunque eso era lo normal, pero yo los
veía muy preocupados. Cuando les pregunté me dijeron que era porque iba a haber
una gran tormenta esa tarde y que mejor suspendíamos mi fiesta de cumpleaños.
Mi detector de mentiras, en plan, empezó a sonar con fuerza. Pi-pi-pi-pi. Me
hacía mucha ilusión la fiesta, a la que iría Vero, por supuesto. Les dije que
ya era mayor y que había visto muchas tormentas y no me daban miedo. «Esta sí nos va a dar mucho miedo a
todos», dijo mi padre. Mi madre lo miró con
aquella mirada que lo hacía volverse muy pequeño.
Ese fue el peor cumple de mi vida
porque tampoco me dejaron salir. Por la noche me dijeron que íbamos a adelantar
la vuelta. Los análisis que me habían hecho en el hospital se habían perdido y
tenían que repetirlos. El detector parecía que iba a estallar y mi cabreo
también porque me estaban tratando como a un niño de seis años, en plan, igual
que el médico. Incluso me volvió aquel dolor de cabeza que ya tenía casi
olvidado.
Al día siguiente, mientras cargaban
el coche, me dejaron ir un momento al Chopo del Muerto a despedirme, pero no
había nadie. Por primera vez en mi vida me sentí solo y pensé en que quería
volver en Navidad y ver a Vero e incluso al gordo Elías. Y en que no fuera,
como dije al principio, mi último verano.
Fernando
Navarro
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