15 mayo 2024

MI ÚLTIMO VERANO


Hola, me llamo Quique, acabo de cumplir los doce y os voy a contar mi último verano. He estado como todos los años en el pueblo de mis padres que está en la Mancha, al lado de un río de los más importantes de España. No digo el nombre por darle misterio y por si alguien de allí se molesta. El wifi va fatal y no hay tiendas de chinos, pero yo me lo paso igual o mejor que en casa porque tampoco hay tráfico, ni está doña Sole, la de mates.

Cuando llegué, fui primero al Chopo del Muerto. Lo llaman así, en plan, porque un día encontraron un muerto tumbado en lo más alto. Yo me lo creí hasta los siete más o menos, ahora ya ni de coña. Solo había tres o cuatro de los de la pandilla, pero no estaba Vero.

Vivíamos en casa de mis abuelos. Empecé las vacaciones regular porque en la primera excursión por la Ruta de los Cagaos, el gordo Elías se cruzó por delante de mi bici y me lanzó a un lado. Me clavé una astilla en la pierna y me tuvieron que llevar entre todos al pueblo. A mi abuela casi le da un perreque al verme, como dicen allí. En el centro de Salud me curaron y el médico me dijo que era muy valiente y me dio dos piruletas, en plan, como si en vez de doce tuviera seis años.

Cuando mis padres me dejaron salir, era el héroe de la pandilla y hasta Vero me miraba de otra manera. Yo les dije que me había visto el hueso, pero algunos se rieron porque en la pantorrilla no hay hueso, decían. El que más se reía era el gordo Elías, que tenía la culpa de todo. Era mi hueso y lo había visto con mis propios ojos, punto. Creo que Vero, que era la más guapa de la pandilla, no sé si ya lo he dicho, sí me creyó.

Salíamos de marcha, lo que era ir de paseo y pipas, jugar al fútbol contra los del pueblo y robar fruta de noche, en plan, lo de siempre. Además, ya casi no tenía aquel dolor de cabeza que me dejaba medio atontado.

Al final del veraneo se hacía la verbena de San Bartolomé, el patrón. Mi prima me había dicho que Vero estaba por mí, pero yo no sabía qué hacer ni qué decirle, solo tengo doce años. Antes de los fuegos hacíamos una fiesta de la pandilla en el río. Vero me había mirado toda la tarde de forma extraña. Ya de noche, me cogió de la mano y me llevó fuera del grupo. Ella tenía casi catorce. Me dijo que le gustaba y a mí me empezaron a temblar las piernas. Aun así, me acerqué tanto a ella que no tuvo más remedio que darme el primer beso, yo le di el segundo y ya perdí la cuenta. Del temblor pasé a un cosquilleo muy agradable ahí abajo que me gustaba mucho. Yo no sabía cómo seguir y de repente, en plan, ella cogió mi mano y la llevó a algo duro y redondo que yo nunca había tocado. Estaba a punto de explotar cuando sonó la voz del gordo Elías. «Vamos, que empiezan los cohetes». Maldije a ese gordo más que cuando casi me tiró al río. Me hubiera gustado matarlo allí mismo, pero luego pensé que, aunque yo no iría a la cárcel, por ser un niño, mi abuela y mis padres cogerían un buen berrinche. De todas formas, en plan, lo más seguro era que en Navidad el gordo Elías ya hubiera reventado de un atracón y no lo volvería a ver.

             El día de mi cumpleaños mis padres me dijeron que iban al pueblo grande a hacer algo de unas tierras, para no tener que llevarme, creo. Allí se iba al notario, al Mercadona o al médico o sea que iban los mayores a hacer cosas de mayores. Cuando volvieron no me contaron nada, aunque eso era lo normal, pero yo los veía muy preocupados. Cuando les pregunté me dijeron que era porque iba a haber una gran tormenta esa tarde y que mejor suspendíamos mi fiesta de cumpleaños. Mi detector de mentiras, en plan, empezó a sonar con fuerza. Pi-pi-pi-pi. Me hacía mucha ilusión la fiesta, a la que iría Vero, por supuesto. Les dije que ya era mayor y que había visto muchas tormentas y no me daban miedo. «Esta sí nos va a dar mucho miedo a todos», dijo mi padre. Mi madre lo miró con aquella mirada que lo hacía volverse muy pequeño.

             Ese fue el peor cumple de mi vida porque tampoco me dejaron salir. Por la noche me dijeron que íbamos a adelantar la vuelta. Los análisis que me habían hecho en el hospital se habían perdido y tenían que repetirlos. El detector parecía que iba a estallar y mi cabreo también porque me estaban tratando como a un niño de seis años, en plan, igual que el médico. Incluso me volvió aquel dolor de cabeza que ya tenía casi olvidado.

             Al día siguiente, mientras cargaban el coche, me dejaron ir un momento al Chopo del Muerto a despedirme, pero no había nadie. Por primera vez en mi vida me sentí solo y pensé en que quería volver en Navidad y ver a Vero e incluso al gordo Elías. Y en que no fuera, como dije al principio, mi último verano.

 

Fernando Navarro

 


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