En ese recorrido que he iniciado por
las ciudades más hermosas de Europa que
he tenido la suerte de visitar, y fuera ya de nuestro país aunque no de la
Península, hoy vuelvo a reencontrarme con Lisboa.
“No
volverá, Lisboa antigua y señorial a ser morada feudal, a su esplendor real…”
así sonaba la letra de una canción que cantaba mi madre cuando yo era muy niña
y que fue mi primer contacto con una ciudad desconocida para mí y que desde
entonces despertó mi interés. Mi abuela y mi madre eran muy cantarinas,
entonaban muy bien y tenían un amplio repertorio con el que amenizaban sus
tareas y creo que les ayudaba a hacerlas más soportables. Eran otros tiempos y
otras costumbres; las mujeres se dedican ahora a menesteres más productivos y
de mayor reconocimiento personal y ya no hay momentos para cantar mientras se
trabaja. Pero yo siempre mantengo en el recuerdo el sonido de aquellas músicas
y sus letras no se han borrado de mi memoria.
Mis siguientes contactos con Lisboa fueron
dos libros que devoré —algo que he practicado desde que aprendí a leer— y cuyos
títulos mantengo vivos: “Un invierno en Lisboa”, de Antonio Muñoz Molina y “El
año de la muerte de Ricardo Reis”, de José Saramago. Y fue leyendo este último cuando me enamoré de Lisboa sin paliativos. La
ciudad es la protagonista de la novela y el personaje principal la va
recorriendo y nos lleva de la mano mostrándola con todo detalle, con todo el
amor que siente por ella. Al final la historia se desvela y deja al lector, a la
lectora que era yo entonces, hambrienta por conocer Lisboa, por respirarla, por
vivirla.
Cuando la visité por primera vez me moví
por sus calles casi como en mi propia
casa. No era una ciudad extraña para mí. Y desde la plaza del Comercio y la del
Marqués de Pombal, me fui encontrando con la Avenida de la Libertad, con la
Estufa Caliente y la Estufa Fría, y sus magníficos jardines. Antes me había
emocionado con el Monasterio de los Jerónimos y la belleza de su gótico manuelino
y subido a la torre de Belem para asomarme a ese Tajo que en Lisboa se
convierte en mar.
En el barrio del Chiado me senté junto
al gran poeta portugués Fernando Pessoa. Allí se respira un aire nostálgico, y
a pesar de la intensa luz lisboeta una cierta melancolía. Y tomé el típico
tranvía y subí hasta el Castillo de San Jorge. Volví a admirar la anchura de
ese río tan caudaloso del que no se divisan sus orillas y que compartimos con
nuestro país: el Tajo.
Otro día, desde el barrio de La Alfama,
y tras una emocionante noche de fados, fui descendiendo por las sinuosas calles
de esta ciudad antigua y señorial, impregnada por la dulzura de esa música
triste, evocadora, de esa saudade que
parece constituir su esencia.
No puedo olvidar la estación de Santa
Justa de la que arranca el tren elevado
que me llevó al Barrio Alto hasta llegar al mirador de San Pedro de Alcántara.
Allí se pueden admirar sus jardines y su fuente y asomarse a una panorámica
espectacular con la visión del Tajo y de dos de sus puentes más emblemáticos:
el 25 de abril y el Vasco de Gama, el más largo de todos ellos, con casi dos
kilómetros de longitud.
Junto a las bellezas de esta ciudad
algo decadente pero hermosa, una gran dama venida a menos en los años en que la
conocí, hay que valorar su riqueza gastronómica en la que se unen calidad y
cantidad. Sus cien formas de preparar el bacalao dejan sorprendido al que
prueba, al menos, alguna de ellas.
¿Qué más puedo contarles de Lisboa? Hay
que pasearla despacio, sentarse en sus plazas y saborear su magnífico café,
admirar la belleza de sus azulejos presentes en cualquier calle o esquina,
descender en tranvía desde la zona alta y creerse en San Francisco, visitar el
Convento del Carmen donde aún están presentes las huellas del terrible terremoto
que asoló la ciudad y contemplar sus antiguas fachadas que van renovándose y
mostrando su pasado esplendor.
Si París bien vale una misa, Lisboa
bien merece una visita.
Mayte
Tudea. Abril -2024
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