Artículo de Cristina Simón, Master
en Musicología por la Universidad de La Rioja y Profesora de Comportamiento
Organizacional en IE University, IE University, Publicado en la revista digital
The Conversation
En
los últimos tiempos están proliferando las películas sobre la figura de los
directores de orquesta. A principios de este año pudimos ver Tar,
basada en la figura de Marin Alsop, y próximamente se estrenarán Divertimento –sobre
la creación de la orquesta del mismo nombre por su directora, Zahia Ziouani–
y Maestro, biopic del carismático Leonard Bernstein.
En ellas se advierte el halo de misterio
que acompaña a esta figura, que ya en 1836 Schumann denominó “un mal necesario”.
Porque ¿qué hace realmente un director de orquesta?
A simple vista, el personaje sube a un
podio y gesticula de forma más o menos histriónica ante un grupo de músicos que
conocen a la perfección las partituras que deben interpretar. Paradójicamente,
además, es el único miembro que carece de instrumento, y no emite sonido alguno
por sí mismo en toda la ejecución. Sin embargo es quien recibe la mayor parte
de la ovación del público. ¿Cuál es la aportación de un director a la calidad
del resultado sonoro de una orquesta?
Nos centraremos en dos funciones básicas:
el liderazgo técnico y el expresivo.
Marcar
el ritmo
Si nos fijamos bien en la gestualidad del
director durante un concierto notaremos ya una de estas funciones, que es
marcar el ritmo de la obra.
Las referencias más tempranas de esta necesidad en la
cultura occidental se
encuentran en tratados de música del siglo XVI, donde se recomienda que
cantantes e instrumentistas se guíen golpeando con la mano o el pie. Ahora
bien, las primeras formaciones orquestales de carácter sinfónico durante el siglo XVIII –la época del
denominado clasicismo musical representada por compositores como Haydn o
Mozart– aún poseían tres características que hacían innecesaria la existencia
de una figura de dirección.
En primer lugar, el número de músicos era
pequeño, lo que facilitaba su coordinación. Además, el ritmo se mantenía muy
estable a lo largo de las piezas, de manera que resultaba sencillo mantenerlo
sin una guía externa. Por último, los músicos tocaban de manera prácticamente
continua de principio a fin. Por ello, solía ser el propio compositor (a menudo
tocando el clavecín o el violín) quien proporcionaba las indicaciones básicas
de entrada y finalización a la orquesta.
El primer tercio del siglo XIX, marcado en
la cultura occidental por la figura de Beethoven (1770-1827), puso de
manifiesto la necesidad de una dirección orquestal. Su obra supuso un salto
cualitativo en cuanto a la complejidad de las composiciones. El tamaño de las
orquestas se incrementó notablemente, y los instrumentos comenzaron a
alternarse en orquestaciones sofisticadas.
Todo
esto generó la necesidad de organizar ensayos formales previos a las
representaciones, liderados a menudo por el propio compositor. Si pensamos que
una orquesta sinfónica cuenta con un mínimo de ochenta miembros es fácil
comprender que se necesita una figura que imponga un criterio único en lo que
respecta a sincronizar tanto las entradas de los músicos como el ritmo y
el tempo general de las obras. Mientras que los músicos
cuentan solamente con sus partes respectivas (partituras que incluyen solamente
los compases que deben interpretar), el director es el único que dispone de la
partitura completa, el único que tiene la visión de conjunto de la obra.
Voz
única
La posibilidad de representar la obra de
un compositor sin su presencia, que se materializó al consolidarse un mercado
internacional de editores musicales, nos conduce a la segunda función básica de
un director, la expresiva.
A pesar del desarrollo que fue
experimentando paulatinamente la notación musical para que un autor pudiera transmitir
instrucciones sobre el carácter que quería imprimir a los diferentes pasajes de
sus piezas, lo cierto es que dicha notación no alcanza en absoluto a precisar
la intención que se persigue con la obra. Y es en esta limitación donde reside
la infinita gama de interpretaciones de una misma pieza, y donde la dirección
de orquesta cobra toda su relevancia.
Algunos
ejemplos ilustran este punto. Gustav Mahler, uno de los compositores más
prolijos en anotaciones en las partituras por ser también director de orquesta,
señala en un pasaje de su Segunda Sinfonía que “los trombones,
violines y violas deben tocar sólo si es necesario para evitar que el coro se
desinfle”, dejando así a criterio del director la decisión final. Otras
indicaciones tales como “con máximo poder” o “imperceptible, un poco más
agitado” dan una idea de las múltiples lecturas que pueden realizarse sobre el
carácter de una obra.
Desde
este margen de libertad interpretativa de la partitura, el director elabora su
propio modelo mental de cómo debe ser ejecutada una determinada pieza,
generándose así versiones personales que pueden llegar a ser muy distintas.
Podemos comprobar fácilmente estas diferencias escuchando los primeros compases
de la Obertura Coriolano de Beethoven en las versiones
de Karajan, Fürtwangler o Savall.
La Obertura Coriolano dirigida
por Karajan con la Berliner Philharmoniker en enero de 1975.
Líder
de grupo
El siguiente paso para el director
consiste en persuadir a un colectivo de decenas o cientos de músicos de que coordinen
sus respectivas ejecuciones con esa misma intención expresiva.
Esta
labor requiere de un notable liderazgo, entendido como la capacidad de motivar
al colectivo a seguir sus indicaciones interpretativas, incluyendo no solo
el tempo sino también la intensidad relativa de cada solista o
grupo instrumental, los fraseos o los múltiples matices que terminan dotando de
un determinado color a la música.
Dicho liderazgo se ha ejercido hasta hace
poco tiempo, como en tantos otros campos de actividad, a través del poder
jerárquico y las actitudes autoritarias. Así, son múltiples las anécdotas de
directores como el irascible Toscanini que insultaba frecuentemente a la orquesta, el divo von Karajan que dirigía con los ojos cerrados y apenas hablaba con los músicos
o el elegante Claudio Abbado, suave y educado en sus formas pero
conocido por susurrar al director artístico al finalizar los ensayos los
nombres de los músicos a los que quería fuera de sus conciertos.
Hoy día los músicos cuentan con más voz en
las instituciones, existe una mayor diversidad de todo tipo en las orquestas y
ello exige un liderazgo más cercano, abierto y persuasivo.
El venezolano Gustavo Dudamel, que dirigirá próximamente la Filarmónica
de Nueva York, Kirill Petrenko, al frente de la Filarmónica
de Berlín, o el jovencísimo Klaus
Makkela,
recientemente nombrado director titular de la Royal Concertgebouw holandesa,
son magníficos ejemplos de directores de orquesta que aportan valor, dejan
huella y son capaces de crear un entorno en el que los músicos de la orquesta
se sienten estimulados, crecen artísticamente y están motivados para llevar las
obras de música a sus estándares más altos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor: Se ruega no utilizar palabras soeces ni insultos ni blasfemias, así todo irá sobre ruedas.
Reservado el derecho de admisión para comentarios.