Había que verla bajar por las
escalerillas de los aviones con sus sombreros, sus pieles y sus caniches,
rodeada por un enjambre de fotógrafos, reporteros, autoridades y fans; en su
mirada, un equilibrio entre el desprecio y la amabilidad. No hubo en el siglo
XX una representación más total del divismo que la proyectada por la Callas,
precisamente apodada la Divina.
Nació el 2 de diciembre de 1923 en Nueva
York, con un peso de cinco kilos. Sus padres eran inmigrantes griegos. Él
ejercía de farmacéutico y andaba siempre a la gresca con su esposa. La madre,
Evangelina Dimitriadou, había perdido a su hijo Vasili por una meningitis
cuando tenía tres años. Embarazada de María deseaba un varón que llenara su
ausencia. Desde el primer momento rechazó a la hija y su desdén creció con los
años al ver que era una niña gorda, miope y sin gusto para vestirse, lo
contrario que su hermana con quien la comparaba constantemente.
Eso sí, puesto que tenía una hermosa voz,
la apuntaba a concursos radiofónicos para convertirla en una estrella como
Shirley Temple que brillaba en las pantallas. Como la relación con su marido,
entre infidelidades y reproches, era insostenible, Evangelina volvió a Grecia
en 1937. La II Guerra Mundial se les vino encima con las invasiones de
italianos y alemanes. Fueron años difíciles en los que hubo un encuentro
providencial: en el Conservatorio de Atenas María entró a tomar clases con
Elvira Hidalgo, una soprano aragonesa de brillante carrera que la instruyó en
los arcanos del bel canto, es decir,
el repertorio que la acabaría encumbrando, las obras de Rossini, Bellini,
Donizetti… aunque es cierto que su voz la facultaba para abordar papeles de
mayor envergadura dramática, versatilidad que la llevó, años después, a
alternar casi simultáneamente los roles de Brunilda en La valquiria wagneriana y de Elvira en Los puritanos de Donizetti, lo que le valdría la etiqueta de soprano absoluta.
Hidalgo suplió la figura materna que María
anhelaba. Siempre habló bien de su maestra española aunque en 1944 salió de
Grecia para propulsar su carrera en su ciudad natal, el Metropolitan entre ceja
y ceja. En Nueva York no le dieron apenas cancha, pero el tenor Zenatello la fichó
para cantar La Gioconda de Ponchielli en el imponente anfiteatro de la Arena de
Verona. Su actuación encandiló al
industrial Giovanni Meneghini que la llevaba 30 años y con quien se casó en
1949. Con su apoyo y de la mano del maestro Tullio Serafin empezó su eclosión .Son
los años de su plenitud, con un cambio físico
que la llevó a perder 30 kilos y un dominio de la escena en la que solo
le hacía sombra Renata Tebaldi.
La progresión ascendente se frenó el 2 de
enero de 1958. Tenía bronquitis y esa noche debía participar en la Ópera de
Roma en una función homenaje al Presidente de la República. Ya vestida y maquillada,
la voz le falló y hubo de suspender. A partir de ahí arrastraron su nombre por
el fango. La crisis finalizó tres meses después con una memorable actuación en
el San Carlos de Lisboa, flanqueada por Alfredo Kraus (1) Pero el declive había empezado. Y su
relación con Aristóteles Onassis fue el
definitivo paso atrás. Ella se sentía protegida en sus brazos y él la exhibía
como un trofeo. Tuvieron un hijo que nació prematuro y murió a las dos horas.
Él evitó el matrimonio con la diva y se casó en 1968 con Jacqueline Kennedy.
María supo de la boda por la prensa y la sintió como un cuchillo por la
espalda. Sin embargo, cuando Aristo aborreció a una Jacki que fundía su capital
en ropa y joyas, fue a refugiarse en los brazos de Callas que lo perdonó y lo
acogía en su apartamento de Paris donde poco a poco se le fue apagando el
deseo de amar, de cantar y de vivir. Un colapso la derribó en 1977.
(1)
Cuentan que el público lisboeta vibró con
la Callas, pero, a la vez, acogió con entusiasmo al casi desconocido tenor
canario, tanto que ella le reprochó a su representante que no la hubiera puesto
en guardia sobre el encanto de aquel “jovencito rubio tan guapo”.
JOSÉ RAMÓN TORRES GIL.
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