Me resulta mucho más fácil escribir sobre el recuerdo de las
ciudades que han dejado huella en mí por diferentes razones, las más de las
veces sentimentales. Y Salamanca es una de ellas.
La conocí mucho antes de visitarla por
la forma en la que mi marido fue describiéndomela. Estaba unido a ella porque
la vivió y disfrutó durante los años del
estudio de su carrera; unos años muy particulares de nuestra historia cuando nos
gobernaba una dictadura y los estudiantes se manifestaban en las calles
reclamando libertad y otros derechos que les eran negados. Las carreras por las
calles empedradas de Salamanca siendo perseguidos por los “grises” (así
llamaban a los policías entonces) suponían un acicate en las vidas, también
grises, de los jóvenes que la habitaban. Y les ofrecía la sensación de sentirse
un poco héroes si terminaban pagando su gesto rebelde con unas horas en la
comisaría.
Cuando la vi por primera vez no pude
evitar sentirme impactada. Nuestra primera visita —cómo no— fue a la
universidad, la más antigua de España y, en su día, la de mayor prestigio de
occidente. Su fachada plateresca es impresionante. Todos tratan de encontrar en
ella la famosa rana, labrada sobre una calavera y símbolo de la suerte para los
estudiantes, que la acarician con el ánimo de aprobar. Hay una frase famosa que
dice: “Lo que la naturaleza no da, Salamanca no presta”.
Las dos magníficas catedrales, “La Vieja”
y “La Nueva” están unidas por el llamado
“patio chico” que es uno de los lugares con más encanto de esta ciudad. La
catedral vieja es de estilo románico, y la nueva, gótica, de mayor tamaño, de
una belleza increíble.
Otro de los edificios más destacados es
el de la Clerecía o Universidad
Pontificia. Su fachada es barroca, monumental, y sus dos torres gemelas, de
cincuenta metros de altura, destacan desde cualquier lugar en el que te
encuentres.
Hay, también, un buen número de casas
singulares:
La de “Las Conchas”, espectacular, de
estilo gótico civil, está decorada con trescientas conchas de vieria que es el
distintivo de la Orden de Santiago.
La de “Los muertos”, del siglo XVI,
toda ella decorada con calaveras.
La de don Diego
Maldonado, un precioso palacio plateresco.
La “Casa de
Lis”, un palacete modernista de 1905, con una fachada de hierro ornamentado. En
ella se aloja el museo de “Art Noveau”. Contiene innumerables curiosidades
dignas de ver.
Y el “ Huerto
de Calixto y Melibea”, donde dicen se situó la trama de “La Celestina”, está
rodeado de una especie de “aura romántica” que me encantó.
Y he dejado
para el final “la joya de la corona”, la Plaza Mayor. He visitado muchas plazas
tanto en nuestro país como en Europa, incluso en otras latitudes, pero salvando
“La Grand Place” de Bruselas, que quizá la alcanza, es el más espacio público
más importante que conozco. Su estilo es barroco, churrigueresco, ya que inició
su construcción Alberto Churriguera. Está rodeada de edificios de una belleza
extraordinaria. El Pabellón Real, el de San Martín, la Casa Consistorial con su
espectacular espadaña… Cenar en una de sus terrazas al aire libre, con buen
tiempo, mientras parpadean las velas encendidas encima de las mesas es todo un
espectáculo. Y un recuerdo que permanece inalterable.
Y, después,
recorrer en silencio, también de noche, sus calles empedradas iluminadas por
los faroles a la espera de que surja, desde cualquier esquina, un caballero
embozado con la espada dispuesta a ser desenvainada, es una fantasía que en ese
ambiente resulta totalmente verosímil.
Salamanca. Te quise porque te
quisieron. Y porque cuando te visito siento que estás alojada en mi memoria,
que formas parte de esas emociones que perduran y que nos conforman como
personas.
Mayte Tudea.
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