Por fortuna, aún existen en nuestras ciudades y pueblos salas de exhibición cinematográfica. A pesar de la
abundante oferta diaria de cine, en las decenas de cadenas mediáticas de
televisión, a pesar de la significación que tuvieron aquellos entrañables video
– clubs, hoy ya desaparecidos, a pesar de la “infinita” revolución de Internet,
con múltiples plataformas de cine, en las que se pueden elegir aquellas
películas (clásicas o actuales) que nos interesan, con opciones prácticamente a
la carta, a pesar del imparable avance especulativo / constructivo,
reconvirtiendo las grandes salas “de
siempre” en esos bloques “colmena” de
viviendas y oficinas, con precios cada vez más elevados en las grandes
ciudades, a pesar de todos estos cambios a los que asistimos al paso de los
años, todavía podemos disfrutar hoy de lúdicos espacios públicos en los que se
proyectan películas sobre la gran pantalla.
En la actualidad, podemos disfrutar de salas de cine en los
modernos complejos comerciales, ya sean con el formato de grandes espacios que
ofrecen numerosas butacas o en los pequeños multicines que exhiben una
interesante y actualizada cartelera. Es preciso aplaudir también la espléndida
labor que desarrollan muchos ayuntamientos, a través de las concejalías de
cultura, municipalizando antiguas salas en
las que se proyectan, a precios asequibles, películas en V.O.S. (versión
original subtitulada), interesantes ciclos temáticos o cine alternativo de
otras culturas, al margen de la poderosa maquinaria industrial y financiera de
Hollywood. También existen iniciativas privadas a favor de la cultura y, entre
sus actividades, está la proyección de ciclos temáticos de cine. En este
ámbito, resaltar la muy importante labor que realiza el Corte Inglés, a través
de su departamento de Ámbito Cultural.
Volviendo a las salas de cine, debemos echar una mirada
comprensiva y afectiva a la nostalgia, con respecto al ceremonial que hace ya
varias décadas se aplicaba cuando se optaba por el noble y enriquecedor
objetivo de “ir al cine”. Era el gran
espectáculo de la distracción, la cultura emocional y el proceso de empatía con
las historias narradas en la gran pantalla. Esta poderosa mística
lúdico-recreativa comprendía varias fases.
Lógicamente, había que elegir la película, el cine donde tenía
lugar la proyección y el horario correspondiente. Había días y horas, en los
que el precio de las entradas era más
elevado: los sábados y los domingos. Y, de manera especial, la sesión de las
siete de la tarde. Una vez elegida convenientemente la vestimenta, por aquello
de la decencia y “el qué dirán”, había que desplazarse a la taquilla de la sala cinematográfica, siendo
aconsejable hacerlo con una notable antelación al horario de la proyección,
sobre todo cuando había sesiones de localidades numeradas. Determinados cines
establecían zonas en que las localidades eran más caras que en otras: patio de
butacas, anfiteatro y determinadas filas de asientos.
Aquellos espectadores a quienes no les agradaba tener que
“aguantar cola” ante la taquilla (determinados estrenos muy populares y los fines
de semana provocaban filas de espera con decenas de metros de aficionados)
tenían la inteligente y “comercial” opción de adquirir las entradas en “la reventa” sistema que, aun estando prohibido
por la ley y perseguida por la fuerza pública, tenía una cómoda existencia y,
con habilidad, nunca desaparecía. Eran conocidos vecinos en el barrio que “se
ganaban la vida” practicando la reventa de localidades, no sólo en el cine,
sino también en los espectáculos deportivos y taurinos. Estos “revendedores”
conseguían las mejores butacas e incluso existía una cierta “connivencia” entre
las taquilleras y el revendedor, para que éste no perdiera el dinero de las
localidades que no lograba vender. El cliente o espectador pagaba el precio de
la entrada, más un suplemento que era la ganancia del hábil profesional de la
reventa.
Había porteros de salas que
conocían, incluso por su nombre, a determinados y fieles espectadores. Una vez
franqueada la entrada, eran muchos los que iban directamente al ambigú o el bar, a fin de adquirir alguna
golosina: las palomitas de maíz o “rosetas”, las almendras tostadas y saladas,
las chocolatinas, toda clase de caramelos y, por supuesto, algún refresco de
cola o naranjada. Entre sesión y sesión, podía adquirirse algunos de estos
productos dentro de la gran sala, pues había vendedores
de golosinas que iban paseando con su “suculenta y dulce” mercancía,
ofertada en unas grandes bandejas de madera, con dos cintas que llevaban
colgadas de sus hombros.
Ya en la sala, rápidamente el espectador era atendido por el acomodador, el trabajador de la linterna, para
conducirlo a las fila y número de su localidad. No pedía nada a cambio por el
servicio, pero era “obligado” darle una propina por la cómoda que ayuda que se
había recibido. Sobre todo, la función del acomodador era muy importante o
imprescindible para cuando se llegaba tarde al cine y las luces ya estaban
apagadas. De ahí la utilidad que prestaba la luz de la linterna, para llegar a
la butaca correspondiente a la entrada numerada o para que buscara un sitio
libre en las sesiones continuas (no numeradas).
Con una puntualidad generosa, para los que accedían a la sala con algunos
minutos de retraso, llegaba el expectante instante del apagado
de luces, aunque permanecían encendidas las luces rojas o anaranjadas de
seguridad, Esa oscuridad que inundaba la gran sala era seguida por un coro
alegre y entusiasmado que pronunciaba ese ¡ooohhh! precursor del espectáculo
que iba a comenzar. Cines de lujo y algunos de barrio tenían el buen e
inteligente gusto, para crear una mayor expectación, de cubrir la gran pantalla
con una elegante cortina de terciopelo rojo,
que se iba abriendo, pausadamente, desde el centro de la pantalla, Eran muchos
los espectadores que, siempre bien motivados, comenzaban a aplaudir, lo que
incrementaba el clímax emocional de los asistentes a la sesión. Una vez que la
cortina roja se había descorrido completamente, como si dejara abierto el
espacio escénico de la obra que iba a ser representada, aparecía esa gran
pantalla blanca que, algunos cines modestos, estaba “remendada” o con restos de
algún refresco que había “viajado” por los aires, a causa de algunos asistentes
incívicos.
De inmediato comenzaba ese ruido mágico del engranaje de la cámara
de proyección, procedente de la cabina en donde el proyeccionista dirigía y
controlaba todo el mecanismo necesario para que la gran pantalla se hiciera
vida con una nueva e interesante historia. Lo primero que se proyectaba era el NO-DO, o acrónimo de Noticiario Documental,
revista propagandística, en blanco y negro, en el que se exaltaban las
realizaciones del régimen franquista. Estuvo en nuestras pantallas a partir de
1942, aunque desde 1975 (fecha en que fallece el general Franco) comenzó su
decadencia, desapareciendo definitivamente en 1981. La duración de esta revista
en imágenes era de unos 10 minutos aproximadamente.
A continuación, aparecía en pantalla unos
minutos de algo que a todos gustaba e interesaba, para la motivación de una
nueva visita al cine: eran los tráilers: un atractivo
resumen en imágenes, con trozos de las escenas más impactantes de la siguiente
película que se proyectaría en esa sala, durante las siguientes semanas. Y al
fin, aparecían los rugidos del león de la Metro o las trompetas a modo de
fanfarria de la Twenty Century Fox, comenzando los
títulos de crédito de la película que todos esperaban, con emoción e
interés. La imagen fotográfica era perfecta
en los cines de estreno, o sufría con esos “cortes”
del celuloide no bien pegado o unido en los rollos gigantescos de la
cámara de proyección, que se repetían entre el “choteo” de los espectadores, en
los cines de barrio. Durante la proyección te
habías convertido en un aguerrido vaquero del oeste americano, en un
valiente policía que luchaba contra la delincuencia o en un apuesto galán que
“enamoraba” a las más bellas doncellas.
Cuando en la tarde del sábado o del domingo la
película finalizaba, emprendías el camino de vuelta a casa. Esa dulce y
apasionante empatía, que te había embargado durante la proyección, iba
desapareciendo “cruel y racionalmente” de tu mente. Comenzabas a recuperar tu
sencilla, modesta y rutinaria realidad, en la sucesión de los días. –
José L. Casado
Toro
Julio 2023.
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