Existen
en el mundo personas y otras realidades materiales, que poseen el curioso
privilegio de tener una gran información acerca de la vida de los demás. No es
un don, mérito o una capacidad “insólita” esa capacidad que tienen para llevar
a cabo la inmersión en otras intimidades, sino una lógica consecuencia del
ejercicio profesional que realizan a lo largo de los días. Efectivamente, hay
actividades cuyo desarrollo faculta, por su propia naturaleza, para ese
conocimiento profundo sobre la vida de
otros muchos ciudadanos. Pensemos en los psicólogos,
en los psiquiatras, en los periodistas, en los fotógrafos,
en los sacerdotes, en los detectives, en los notarios,
en las fuerzas de seguridad, etc. Entre las
realidades materiales, que tienen también esta versátil potencialidad, podemos
señalar dos mecanismos electrónicos e informáticos, ambos de uso universalmente
generalizados en todas las culturas y espacios geográficos: el móvil telefónico y el ordenador
personal. Todos y cada uno de estos elementos electrónicos y personales
aquí mencionados, por su propia función y naturaleza, pueden recibir una
copiosa información de las intimidades ajenas. Vamos a centrarnos, a través de
varios ejemplos, en una de esas realidades observadoras y receptivas,
resumiendo lo más significativo que pueden conocer acerca de nosotros en un día
cualquiera y en distintas
oportunidades.
Tasio y Laura
son dos jóvenes, ambos en su veintena, que han estado formando pareja durante
unos dos años. Después de esta sucesión de meses para la vinculación afectiva,
él ha sido protagonista de una necia e inmadura “infidelidad”, que ella ha
conocido a través de una íntima amiga. Ese encuentro y la dolorosa conversación
posterior que mantienen ha durado unos difíciles y complicados cuarenta
minutos, a partir de los cuales se han intercambiado un frío y desangelado
adiós. El destino, aliado a sus respectivos caracteres, decidirá su difícil futuro
relacional.
Máximo es, desde hace no más de quince
minutos, una persona inmensamente feliz. Acaba de pasar por la delegación
provincial de la consejería y ha podido comprobar el listado de los aspirantes que
han obtenido plaza, en la muy concurrida convocatoria de oposición para
funcionario auxiliar de la administración de justicia. La conversación
emocionada que mantiene con ese padre, viudo desde hace un año, para
transmitirle la feliz noticia, provoca que a los dos interlocutores se le
salten las lágrimas. Ha sido intenso y sacrificado el esfuerzo realizado. Esos
quince minutos de “nervioso” diálogo a través del móvil también han servido
para que padre e hijo se conozcan un poco mejor.
Dos niños, ambos estudiantes
de tercer curso de Primaria, al bajar del bus escolar, han buscado el lugar más
cómodo que tenían cerca para “negociar” el intercambio de unas estampas
coleccionables sobre los jugadores de fútbol de la Historia. Tanto Santi como Adrián
desconocían previamente que ambos estaban completando ese álbum de estampas con
los futbolistas de los mejores equipos de los cinco continentes. El haberse
sentado juntos en los asientos del bus, ha posibilitado esas palabras
clarificadoras de sus aficiones coleccionistas. Después de una divertida negociación,
ambos escolares han partido para sus respectivos hogares, razonablemente satisfechos.
Se
llama Norman Spencer y ha sido un
dependiente, recientemente jubilado, de productos de ferretería, en una tienda
de la ciudad de Clayton, en el estado norteamericano de Ohio. Nunca había
visitado el territorio español, aunque su única pareja sentimental, su único
amor, (sólo durante tres años) era de nacionalidad española. Ha viajado hasta
Málaga, para conocer lo más significativo de la ciudad donde Stella había nacido. Su avión ha llegado esta
mañana y después de trasladarse a un céntrico hotel en la capital malagueña y
tomar el almuerzo se ha puesto a caminar, un tanto dominado por la emoción. A
la primera persona receptiva que ha encontrado en su caminar, ha pedido opinión
acerca de por dónde empezar en sus visitas, por el centro antiguo malacitano. Esa
persona con la que dialoga, un antiguo policía local, también jubilado, le está
dando una información básica y muy útil de aquello más interesante que debía
visitar durante esa tarde.
Desde
que se levantó de la cama esta mañana, bastante temprano, Bernardo aún no ha intercambiado palabra alguna
con nadie. Vive solo, en el piso de su
madre (que hace años falleció) y sólo le ilusiona dar de comer a los gatos,
elegantes animales que abundan por el barrio. Ansía comunicar, hablar, pero no
tiene con quien. Ya en el parque, de pronto ve a un extranjero, con pinta de
escocés, que al mirarlo comenzaba a sonreír. Por alguna razón ese extranjero se
le acerca, manteniendo la sonrisa y mascullando una serie de palabras que el
antiguo estibador portuario no entiende. Entonces, como un resorte, se
incorpora y comienza a hablarle en castellano “malagueño”. Al escocés le hace
gracia escuchar palabras que tampoco comprende. Uno habla en inglés y el otro
responde en un Spanish “perchelero”. ¿Después de un largo debate “para
besugos”, el británico repite “do you want to drink a cold beer?” (¿quieres beber
una cerveza fría? señalando a un puestecillo de bebidas cercano. Y allá marchan
los dos nuevos amigos, felices y contentos, imaginando cada uno lo que el otro
estará diciendo.
Hubo
otras muchas escenas, en ese soleado lunes de mayo, delante de un silencioso
observador que, con paciencia y hospitalidad, presenciaba con natural atención diversas
historias y a los humanos que, con confianza y espontaneidad, las
protagonizaban. Esos “actores” de la vida compartían sus deseos, problemas, ilusiones,
anhelos, necesidades, logros, dificultades y desencantos. El observador ofrecía
la tosca comodidad de sus travesaños de madera, perfectamente habituados al
frío, al agua y al viento impetuoso de las tormentas. También, a las tórridas
temperaturas del estío, a las necesidades orgánicas de las aves voladoras y a
las “salvajadas” de aquellos que dicen disfrutar haciendo daño sin sentido o
razón al mobiliario urbano. Esos largas travesaños que descansan en férreos
soportes permiten que las personas mayores, adultas, jóvenes y niños,
encuentren esos cómodos espacios entre flores, aromas y hojarascas. Ahí pueden
recuperar sus energías, dialogar sus encantos y dibujar espacios relacionales
que ayuden a sentirse mejor y más hermanados. Esos bancos
callejeros en nada molestan, pero
en mucho ayudan. Son necesarios para que las ciudades y pueblos humanicen y
amplíen los vínculos relacionales entre la ciudadanía que, cada vez más,
necesita el cálido valor de la fraternidad. Y ellos se conforman (tienen su
punto de coquetería) con una cíclica limpieza y alguna que otra vez con un
lustre de pintura, que los embellezca y los haga más presentables para la
gratuita hospitalidad que bien saben compartir. Hay que cuidarlos y saber
utilizarlos. Y si tienes paciencia, te compartirán miles de historias que sólo
ellos han sabido observar, escuchar, disfrutar y conservar. -
José
L. Casado Toro
Junio
2023
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