Autor, Mariano Osorio.
México
“En esta casa no hay calendarios y
en mi memoria, los recuerdos están hechos una maraña, me acuerdo de aquellos
calendarios grandes, unos primores ilustrados con imágenes de santos que
colgábamos al lado del tocador, pero ya no hay nada de eso... todas las cosas
antiguas han ido desapareciendo y yo, yo también me fui borrando sin que nadie
se diera cuenta, primero me cambiaron de alcoba porque la familia creció,
después me pasaron a otra más pequeña aún acompañada de mis bisnietas, ahora
ocupo el desván, el que está en el patio de atrás, prometieron cambiarle el
vidrio roto de la ventana pero se les ha olvidado y todas las noche por ahí se
cuela un airecito helado que aumenta mis dolores reumáticos.
Desde hace mucho tiempo tenía
intenciones de escribir, pero me pasaba semanas buscando un lápiz y cuando por
fin lo encontraba yo misma volvía olvidar dónde lo había puesto… a mis años las
cosas se pierden fácilmente.
La otra tarde caí en cuenta de que
mi voz también había desaparecido, cuando le hablo a mis nietos o a mis hijos
no me contestan… no me oyen, no me miran, no me responden, entonces llena de
tristeza me retiro a mi cuarto, antes de terminar de tomar mi taza de café, lo
hago así de pronto para que comprendan que estoy enojada, para que se den
cuenta que me han ofendido y vengan a buscarme y me pidan perdón, pero nadie
viene.
El otro día les dije que cuando me
muriera, entonces sí que me iban a extrañar y el nieto más pequeñito dijo, a
poco estás viva abuela, les cayó tan en gracia que no paraban de reír, tres
días estuve llorando en mi cuarto hasta que una mañana entró uno de los
muchachos a sacar unas llantas viejas y ni los bueno días me dio; fue entonces
cuando me convencí de que soy invisible.
Me paro en medio de la sala para ver
si aunque sea estorbo, me miran pero mi hija sigue barriendo sin tocarme, los
niños corren a mi alrededor de un lado a otro sin tropezar conmigo; cuando mi
yerno se enfermó, tuve la oportunidad de serle útil, le llevé un té especial
que yo misma preparé, se lo puse en la mesita y me senté a esperar a que se lo
tomara.
Sólo que estaba viendo televisión y
ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia, el té poco a poco
se fue enfriando y mi corazón también…
Un viernes se alborotaron los niños
y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos de día de campo,
me puse muy contenta hacía tanto tiempo que no salía y menos al campo; el
sábado fui la primera en levantarme, quise arreglar las cosas con calma, ah los
viejos nos tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me tomé mi tiempo
para no retrasarlos, al rato entraban y salían de la casa corriendo y echaban
las bolsas y juguetes al carro yo ya estaba lista y muy alegre esperándolos en
la puerta, cuando arrancaron y el auto desapareció envuelto en bullicio,
comprendí que yo no estaba invitada, tal vez porque no cabía en el auto o
porque mis pasos lentos impedirían que todos los demás corretearan a su gusto
por el bosque, sentí clarito, clarito como mi corazón se encogió; la barbilla
me temblaba como cuando uno no aguanta las ganas de llorar.
Antes hasta besuqueaba a los
chiquitos, era un gusto enorme el que me daba tenerlos en mis brazos como si
fueran míos, sentía su piel tiernita y su respiración dulzona muy cerca de mí.
La vida nueva se me metía como un
soplo y hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creía recordar,
pero un día mi nieta Laura que acaba de tener un bebé dijo que no era bueno que
los ancianos besaran a los niños por cuestiones de higiene y ya no me acerqué
más, no fuera ser que les pasara algo malo por mis imprudencias, tengo tanto
miedo de contagiarlos, pero y yo los bendigo a todos, los perdono y los amo,
porque son mi familia, son mi sangre y después de todo qué culpa tienen los
pobres de que yo me haya vuelto invisible…”
Este relato lo he transcrito para
dedicárselo a un anciano muy querido.
Juan J. Aranda
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