09 mayo 2023

LA MUERTE DE LA MULA "SIFONA" Y "EL TRAGANTE DE ORINES"


Con la edad en que usaba pantalones por las rodillas, yo poseía tal reserva de emociones que a veces parecía que se  me agotaban.  El claro despertar de mi personalidad, hizo que mi infancia y primera juventud, se deslizaran junto  a mi familia, con toda la bondad de la que me parió, y la aparente severidad, con su retranca, de mi padre. Los días invernales, en el monte de Ataque Seco, el que algunos llamaban “el Artillero”, cuando la lluvia hablaba, caía como un lagrimeo incesante de alguien que llora sin consuelo por un familiar muerto. En verano en el trozo de calle  junto al Cementerio, cercano a la fuente, a la que mucha gente iba a llenar los cubos para el gasto de los hogares, bordeado de eucaliptos, era un sitio al que no acudía casi nadie. Mi padre subía siempre por Padre Lerchundy,  con su regadera colorada de anchas ruedas. Entonces  los coches  tenían la dirección “desasistida”, y los camiones con gigantescos volantes.  La regadera siempre la traía llena de agua, de la aguada del río o de la que existía frente a la puerta del Parque de Lobera. Él sabía que en muchos hogares de la calle Castellón, carecían de agua corriente; así que mientras almorzaba yo, junto a varios chaveíllas del barrio, con su permiso,  abría  el gran grifo  trasero del depósito, y les llenaba de agua todos los cacharros, cubos, garrafas-damajuanas, baños de cinc y botijos que muchas mujeres traían. Frente a las dos entradas del refugio  de calle Castellón creo que mucha gente las recordarán, hoy tapadas  por un bloque de viviendas, muchos  niños, y algunos mayores, nos deleitábamos echándonos agua entre todos; claro eso era en verano.  Mi padre jamás puso pega alguna cuando los vecinos hacían cola para llenar sus cacharros, ya que la fuente más cercana, se encontraba junto a la puerta chica del Cementerio, y eran muchos metros para venir cargadas con las garrafas y los cubos llenos, y además arreando de algún hijo pequeño  al que le costaba andar. Allí quienes  jugábamos éramos los niños  de las calles cercanas, y algunos de Horcas  Coloradas y Monte María Cristina,  siempre a la espera de oír el famoso cañonazo de las doce de la mañana, cañonazo que quedó como recuerdo de las llamadas de fajina, y de comienzo y paro del trabajo, de los presidiarios que laboraban en los huertos cercanos al Presidio: lo que hoy es el Centro, o “Triángulo de Oro”.  Qué costumbre  tan  melillense, aquélla del cañonazo de las doce de la mañana,  disparado desde la Batería  de Costa, en Ataque Seco: “Mariquita ¿qué hora es?, ... -Pues no lo sé hija, porque aún no ha sonado el cañón”.  Frase que se podía escuchar en cualquier calle de Ataque Seco y alrededores del Cementerio. Un  día que los niños, asomados a la alambrada esperábamos, como  siempre, la estopa salir de la boca del cañón, nos fijamos que en el destacamento había un revuelo que no era lo cotidiano. Uno de los soldados, de los que estaban a cargo de la pieza, a preguntas de los chaveas, nos comentó a través de la alambrada que la mula “Sifona”, al subir la cuesta del parque de Lobera  había muerto esa  mañana  junto al “Tragante de orines”.   Algunos vecinos que vivían en esa cuesta, que era la calle  “A”  del barrio de Ataque Seco, decían que vivían en la avenida de Cándido Lobera, que comienza en la Avenida y terminaba en una de las puertas pequeñas frente a la aguada, nombre de un alcalde que hubo en Melilla, cuyo nombre también bautizaron al parque: Cándido Lobera Girela.  Seguramente la pobre mula llegaría asfixiada  de la cuesta tan pronunciada que tenía que soportar a diario  para llevar  el rancho de los pocos soldados que tenía el destacamento.  Yo creo que en el Ejercito Español, por aquéllas fechas, la muerte de un animal llevaba de cabeza a todos los que tuvieran alguna responsabilidad  del mismo.  Aquéllo  mas bien parecía que hubiese fallecido uno de los mandos  en vez de una pobre mula enferma.  El “Tragante de orines”, como es lógico,  era el desagüe o la alcantarilla  de la cuadra, que el soldado, el muy pelón se cachondeaba de todos los que aparecíamos por la alambrada.  Yo creo que aquél soldado era un guasón, y quiso burlarse de todos los meones que le dábamos la lata a diario, y nos soltó lo de la mula  “Sifona” y el  “Tragante de orines”. 

Todo el afán de nosotros, era subir hasta el monte y pegar nuestras caras a la alambrada, para cuando  oíamos el disparo, la estopa que lanzaba el cañón  recogerla  de  entre las piedras,  y llevársela a nuestras madres,  y que tuviesen ese estropajo  prensado  para fregar los platos.  Yo creo que casi toda  la familia, y alguna que otra vecina, estaban surtidas de estropajo  y asperón, ya que  era yo el que se encargaba de todo eso a la par que me divertía. Quede claro que el estropajo solo costaba unos céntimos, en la tienda de Esperanza, en la calle Duque de la Torre.

Espero que estos recuerdos hagan sonreír a muchos melillenses nacidos en esas calles tan entrañables por aquéllos años de penurias de las posguerras: la “Asquerosa del 36”, y de la “II Mundial”.

 

Juan J. Aranda 

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