Con la edad en que usaba pantalones por las
rodillas, yo poseía tal reserva de emociones que a veces parecía que se me agotaban. El claro despertar de mi personalidad, hizo
que mi infancia y primera juventud, se deslizaran junto a mi familia, con toda la bondad de la que me
parió, y la aparente severidad, con su retranca, de mi padre. Los días
invernales, en el monte de Ataque Seco, el que algunos llamaban “el
Artillero”, cuando la lluvia hablaba, caía como un lagrimeo incesante de
alguien que llora sin consuelo por un familiar muerto. En verano en el trozo de
calle junto al Cementerio, cercano a la
fuente, a la que mucha gente iba a llenar los cubos para el gasto de los
hogares, bordeado de eucaliptos, era un sitio al que no acudía casi nadie. Mi
padre subía siempre por Padre Lerchundy,
con su regadera colorada de anchas ruedas. Entonces los coches
tenían la dirección “desasistida”, y los camiones con gigantescos
volantes. La regadera siempre la traía
llena de agua, de la aguada del río o de la que existía frente a la puerta del
Parque de Lobera. Él sabía que en muchos hogares de la calle Castellón,
carecían de agua corriente; así que mientras almorzaba yo, junto a varios
chaveíllas del barrio, con su permiso,
abría el gran grifo trasero del depósito, y les llenaba de agua
todos los cacharros, cubos, garrafas-damajuanas, baños de cinc y botijos que
muchas mujeres traían. Frente a las dos entradas del refugio de calle Castellón creo que mucha gente las
recordarán, hoy tapadas por un bloque de
viviendas, muchos niños, y algunos
mayores, nos deleitábamos echándonos agua entre todos; claro eso era en
verano. Mi padre jamás puso pega alguna
cuando los vecinos hacían cola para llenar sus cacharros, ya que la fuente más
cercana, se encontraba junto a la puerta chica del Cementerio, y eran muchos
metros para venir cargadas con las garrafas y los cubos llenos, y además
arreando de algún hijo pequeño al que le
costaba andar. Allí quienes jugábamos
éramos los niños de las calles cercanas,
y algunos de Horcas Coloradas y Monte
María Cristina, siempre a la espera de
oír el famoso cañonazo de las doce de la mañana, cañonazo que quedó como
recuerdo de las llamadas de fajina, y de comienzo y paro del trabajo, de los
presidiarios que laboraban en los huertos cercanos al Presidio: lo que hoy es
el Centro, o “Triángulo de Oro”.
Qué costumbre tan melillense, aquélla del cañonazo de las doce
de la mañana, disparado desde la
Batería de Costa, en Ataque Seco: “Mariquita
¿qué hora es?, ... -Pues no lo sé hija, porque aún no ha sonado el cañón”. Frase que se podía escuchar en cualquier
calle de Ataque Seco y alrededores del Cementerio. Un día que los niños, asomados a la alambrada
esperábamos, como siempre, la estopa
salir de la boca del cañón, nos fijamos que en el destacamento había un revuelo
que no era lo cotidiano. Uno de los soldados, de los que estaban a cargo de la
pieza, a preguntas de los chaveas, nos comentó a través de la alambrada que la
mula “Sifona”, al subir la cuesta del parque de Lobera había muerto esa mañana
junto al “Tragante de orines”.
Algunos vecinos que vivían en esa cuesta, que era la calle “A”
del barrio de Ataque Seco, decían que vivían en la avenida de Cándido
Lobera, que comienza en la Avenida y terminaba en una de las puertas pequeñas
frente a la aguada, nombre de un alcalde que hubo en Melilla, cuyo nombre
también bautizaron al parque: Cándido Lobera Girela. Seguramente la pobre mula llegaría
asfixiada de la cuesta tan pronunciada
que tenía que soportar a diario para
llevar el rancho de los pocos soldados
que tenía el destacamento. Yo creo que
en el Ejercito Español, por aquéllas fechas, la muerte de un animal llevaba de
cabeza a todos los que tuvieran alguna responsabilidad del mismo.
Aquéllo mas bien parecía que
hubiese fallecido uno de los mandos en
vez de una pobre mula enferma. El “Tragante
de orines”, como es lógico, era el
desagüe o la alcantarilla de la cuadra,
que el soldado, el muy pelón se cachondeaba de todos los que aparecíamos por la
alambrada. Yo creo que aquél soldado era
un guasón, y quiso burlarse de todos los meones que le dábamos la lata a
diario, y nos soltó lo de la mula “Sifona”
y el “Tragante de orines”.
Todo el afán de nosotros, era subir hasta el monte
y pegar nuestras caras a la alambrada, para cuando oíamos el disparo, la estopa que lanzaba el
cañón recogerla de
entre las piedras, y llevársela a
nuestras madres, y que tuviesen ese
estropajo prensado para fregar los platos. Yo creo que casi toda la familia, y alguna que otra vecina, estaban
surtidas de estropajo y asperón, ya
que era yo el que se encargaba de todo
eso a la par que me divertía. Quede claro que el estropajo solo costaba unos
céntimos, en la tienda de Esperanza, en la calle Duque de la Torre.
Espero que estos recuerdos hagan sonreír a muchos
melillenses nacidos en esas calles tan entrañables por aquéllos años de
penurias de las posguerras: la “Asquerosa del 36”, y de la “II
Mundial”.
Juan J. Aranda
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