Artículo
de José Luis Malo publicado en el diario Málaga Hoy
La
palabra es un truco de magia. Letras que viven en su pequeño planeta propio se
asocian y crean un sorprendente universo de emoción y conceptos. Aprender a
hablar es aprender a pensar y a sentir. No solo el bebé va poniendo nombres a
la vida que comienza a aparecer ante sus ojos. Un adulto encuentra una nueva
aventura cuando sabe diferenciar melancolía de nostalgia. Alivio de alegría.
Convicción de fe. La palabra es el latido del cerebro.
Días
atrás, en un chat de trabajo, ante una pregunta a compañeros tras la que
esperaba quórum o disensiones, la respuesta unánime fue un pulgar amarillo
hacia arriba. No tenía claro si gustaría mi ocurrencia. Si me la rebatirían, si
la tomarían como una orden irrefutable en lugar del debate que yo proponía, si
añadirían alguna propuesta de mejora. Nada de eso ocurrió, solo cinco pulgares
amarillos hacia arriba. La dictadura del emoticono provocó otro palabricidio
que me partió por la mitad. Lo sentí como un fracaso social, y en una pequeña
parte también personal, pues me considero afiliado de honor al partido de la
expresión escrita como modo de vida. Esas cinco personas se valieron de un
recurso prefabricado que tenían a mano y decidieron que representaba todo lo
que podía sugerirle mi propuesta. Un recurso que ni siquiera ellos crearon, que
eligieron de una limitada colección de imágenes que el creador de dicha
aplicación entendió que podía compendiar el catálogo de emociones o expresiones
que una persona puede usar en una conversación de trabajo. Por cada emoticono
que nace, un buen surtido de nuevos inquilinos engorda el cementerio de las
palabras.
Y
no, hay veces que la economía del lenguaje no justifica el letargo de las
palabras, el uso de su hermano postizo el emoticono. Porque las palabras son
las que definen nuestros actos. Así que cómo las usemos dice cómo somos ante
los demás. Y no saber usarlas suele crear un cortocircuito tristemente muy
extendido: que medie un gran trecho entre cómo nos ven las personas y cómo
nosotros creemos que somos en realidad. Nunca olvidaré una noche que un amigo
intentaba ligar con una mujer en un bar y ella tras la primera pregunta,
respondió: “Soy usuaria de un mundo sencillo”. Y no dudo que los escenarios y
personas de su vida lo fueran, pero si algo me quedó claro aquella noche tras
esa expresión que la manera en que su cerebro discurría por su mundo no era
sencilla.
Así
que me rebelo. Porque no solo se están cargando el mundo Putin, los que arrojan
plásticos al mar o los reguetoneros. Una sociedad que lee menos, que se
abandona a la comodidad del emoticono y tira más del meme que del diccionario
está condenada a fracasar más fácilmente. Porque seremos menos nosotros y más
lo que quieren otros que seamos. Y seremos un rebaño que bala en lugar de la
bala que puede llegar a ser la palabra. Porque ya sabéis que hay palabras que
pueden convertirse en armas de destrucción masiva (o, en buenas manos, de
construcción masiva).
Seducir.
Empatizar. Convencer. Consolar. Admirar. Despreciar. Evangelizar. Separar. Los
poderes de las palabras, bien o mal usadas, son tales que quien los ignore o
los desdeñe no sabe que vive bajo un techo de cristal.
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