El
estudio de la Historia nos enseña y confirma que los grandes problemas y las
dolorosas catástrofes sufridas por la humanidad no son privativas de un tiempo
o un espacio concreto. Podemos adjudicar a este 22 % del siglo XXI, que ya
hemos recorrido, unos duros calificativos o epítetos, en concordancia con las
desgracias que nos ha correspondido protagonizar. Pero si miramos hacia atrás,
en la cronología, encontraremos repetidas muestras de parecidas o similares vivencias
infortunadas en otros períodos seculares de la lejanía temporal. Citemos
algunas de estas realidades, sin añadir calificativo alguno a las mismas.
Guerras, sequías, vulcanismos, inundaciones, grandes incendios, crisis
económicas, enfermedades y epidemias, destrucción de ciudades, tiranos y
dirigentes enloquecidos, ejecuciones masivas y genocidios, emigraciones
forzadas, persecuciones, hambre y miseria. Podríamos seguir añadiendo otras
calamidades, pero con lo expuesto puede ser suficiente para indicar a qué nos
referimos.
En
todas estas luctuosas e importantes desgracias, también en situaciones menos
catastróficas o vinculadas a la privacidad individual o familiar (enfermedades,
traumatismos, fallecimientos, incomprensión idiomática, aculturaciones,
violencia de género, privación de libertad, etc.) las personas han tenido la
capacidad de afrontar estos problemas, superarlos (con mayor o menor coste y
sufrimiento) e incluso llegar a ese punto, que da título a este artículo, de
aprender a convivir ellos, acomodándolos con nuestra usual forma de vida.
El
esquema de esta “integración” del problema suele ser, con las variantes propias
del tiempo y lugar, casi siempre el mismo. Hay un inicial desaliento ante la
dificultad que nos sobreviene, más o menos previsible o profundamente
inesperada. Tras esta fase de desconcierto y angustia, también variable en su
intensidad, llega una segunda etapa cual es la paulatina acomodación al
problema o a esa dura realidad que tanto nos transforma, aprendiendo a convivir
con ella por difícil que resulte. Esta insólita convivencia nos obligará a
introducir cambios o novedades en nuestros hábitos vitales que resultarán más o
menos incómodos, pero sin embargo inevitables y necesarios. En el intermedio o
el final del proceso, tendremos que ir buscando “compensaciones” varias, con
esfuerzo e imaginación, que nos ayuden a sembrar brotes de esperanza para
equilibrar tanto la “oscuridad” como el “exceso de luz”.
Aunque
ejemplos no nos faltan, vamos a elegir uno de esos problemas, en modo alguno
catastrófico, pero sí muy molesto, que venimos soportando en las últimas
semanas. Salimos a la calle, observamos los cristales, las persianas y los
muros de nuestros edificios, lo que nos lleva a tomar conciencia de la suciedad
que nos aturde. Le llaman “calima”, a ese “harinoso” polvo amarillo/anaranjado
que, en grandes cantidades, viaja con el viento desde las tierras saharianas a
nuestro país, tiñendo el cielo, la atmósfera, nuestros edificios, ropas,
asfalto, aceras y jardines, de una suciedad polvorienta que resulta muy costosa
y difícil de eliminar. Exige abundante agua a presión e incluso un rascador, ya
que suele incrustarse en los poros de la naturaleza rural o urbana. Te sientes
literalmente “empolvado”.
Las
consecuencias negativas de esos vientos meridionales cargado de polvo del
desierto no se limitan sólo a la suciedad ambiental, sino que además pueden ser
harto lesivos para nuestro organismo, con esos millones de partículas que
perjudican nuestro sistema respiratorio. Además, cuando ese fenómeno
meteorológico se alía con las precipitaciones de lluvia, se va formando un
barro o lodo que puede provocar resbalones, caídas peligrosas para las personas
menos ágiles, con las incómodas y peligrosas lesiones y fracturas subsiguientes
que exigirán urgente tratamiento médico.
El
proceso de la limpieza es materialmente imposible realizarlo en 24 horas por
los servicios operativos municipales. Se necesitarán por el contrario muchos
días y semanas para que la ciudad se vaya quitando ese ropaje térreo que la
envuelve, a fin de que vaya recuperando el brillo de su color natural. Y no
digamos acerca de esas amplias fachadas de los grandes edificios que exigirán
una renovación integral en pintura de sus paramentos manchados. Meses habrán de
pasar para que la ciudad recupere su verdadero color.
En
consecuencia, la ciudadanía se va acomodando a convivir con esa suciedad
añadida ante sus ojos, que desde luego no nos agrada pero que tendremos que
esperar pacientemente a eliminarla. Nos acostumbraremos a caminar por una
ciudad con una nueva paleta cromática virada en amarillo/anaranjado, en muchas
de sus superficies. Dicho lo cual, habrá que ser solidariamente positivo para
mejorar esta imagen. Comenzaremos por limpiar nuestros cristales, suelos,
persianas y toldos de nuestras viviendas. También los portales, las terrazas,
escaleras y descansillos entre plantas de los edificios en los que residimos.
Incluso ese trozo de acera que linda con nuestro bloque. No nos podemos olvidar
de los vehículos, ya sean patines, bicis, motos o coches. Por supuesto y
primero, los del transporte público.
Es
cierto que todas las ciudades tienen zonas “nobles”, monumentales y aquéllas
específicamente transitadas para el comercio y la restauración turística. Los
servicios operativos municipales suelen priorizar estos espacios para la
limpieza, pero en modo alguno deben olvidarse de esas barriadas en las que
residen miles de ciudadanos que, obviamente, pagan sus impuestos. Aunque será
una tarea abnegada y paciente, mañana la ciudad puede y debe estar algo más
limpia. Y pasado mañana, aún más.
Volviendo
al inicio, nadie puede dudar de que la Humanidad sabe y aprende a convivir con
las desventuras. Grandes o pequeñas. Personales o colectivas. Los minutos que
se restan al desánimo serán eficaz e inteligentemente utilizados para
incrementar el tiempo dedicado a buscar soluciones y a no abandonar ese gran
valor de la esperanza. -
José
L. Casado Toro
Abril
2022
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