19 abril 2022

APRENDER A CONVIVIR CON LAS DESVENTURAS

 

El estudio de la Historia nos enseña y confirma que los grandes problemas y las dolorosas catástrofes sufridas por la humanidad no son privativas de un tiempo o un espacio concreto. Podemos adjudicar a este 22 % del siglo XXI, que ya hemos recorrido, unos duros calificativos o epítetos, en concordancia con las desgracias que nos ha correspondido protagonizar. Pero si miramos hacia atrás, en la cronología, encontraremos repetidas muestras de parecidas o similares vivencias infortunadas en otros períodos seculares de la lejanía temporal. Citemos algunas de estas realidades, sin añadir calificativo alguno a las mismas. Guerras, sequías, vulcanismos, inundaciones, grandes incendios, crisis económicas, enfermedades y epidemias, destrucción de ciudades, tiranos y dirigentes enloquecidos, ejecuciones masivas y genocidios, emigraciones forzadas, persecuciones, hambre y miseria. Podríamos seguir añadiendo otras calamidades, pero con lo expuesto puede ser suficiente para indicar a qué nos referimos.

En todas estas luctuosas e importantes desgracias, también en situaciones menos catastróficas o vinculadas a la privacidad individual o familiar (enfermedades, traumatismos, fallecimientos, incomprensión idiomática, aculturaciones, violencia de género, privación de libertad, etc.) las personas han tenido la capacidad de afrontar estos problemas, superarlos (con mayor o menor coste y sufrimiento) e incluso llegar a ese punto, que da título a este artículo, de aprender a convivir ellos, acomodándolos con nuestra usual forma de vida.

El esquema de esta “integración” del problema suele ser, con las variantes propias del tiempo y lugar, casi siempre el mismo. Hay un inicial desaliento ante la dificultad que nos sobreviene, más o menos previsible o profundamente inesperada. Tras esta fase de desconcierto y angustia, también variable en su intensidad, llega una segunda etapa cual es la paulatina acomodación al problema o a esa dura realidad que tanto nos transforma, aprendiendo a convivir con ella por difícil que resulte. Esta insólita convivencia nos obligará a introducir cambios o novedades en nuestros hábitos vitales que resultarán más o menos incómodos, pero sin embargo inevitables y necesarios. En el intermedio o el final del proceso, tendremos que ir buscando “compensaciones” varias, con esfuerzo e imaginación, que nos ayuden a sembrar brotes de esperanza para equilibrar tanto la “oscuridad” como el “exceso de luz”.

Aunque ejemplos no nos faltan, vamos a elegir uno de esos problemas, en modo alguno catastrófico, pero sí muy molesto, que venimos soportando en las últimas semanas. Salimos a la calle, observamos los cristales, las persianas y los muros de nuestros edificios, lo que nos lleva a tomar conciencia de la suciedad que nos aturde. Le llaman “calima”, a ese “harinoso” polvo amarillo/anaranjado que, en grandes cantidades, viaja con el viento desde las tierras saharianas a nuestro país, tiñendo el cielo, la atmósfera, nuestros edificios, ropas, asfalto, aceras y jardines, de una suciedad polvorienta que resulta muy costosa y difícil de eliminar. Exige abundante agua a presión e incluso un rascador, ya que suele incrustarse en los poros de la naturaleza rural o urbana. Te sientes literalmente “empolvado”.

Las consecuencias negativas de esos vientos meridionales cargado de polvo del desierto no se limitan sólo a la suciedad ambiental, sino que además pueden ser harto lesivos para nuestro organismo, con esos millones de partículas que perjudican nuestro sistema respiratorio. Además, cuando ese fenómeno meteorológico se alía con las precipitaciones de lluvia, se va formando un barro o lodo que puede provocar resbalones, caídas peligrosas para las personas menos ágiles, con las incómodas y peligrosas lesiones y fracturas subsiguientes que exigirán urgente tratamiento médico.

El proceso de la limpieza es materialmente imposible realizarlo en 24 horas por los servicios operativos municipales. Se necesitarán por el contrario muchos días y semanas para que la ciudad se vaya quitando ese ropaje térreo que la envuelve, a fin de que vaya recuperando el brillo de su color natural. Y no digamos acerca de esas amplias fachadas de los grandes edificios que exigirán una renovación integral en pintura de sus paramentos manchados. Meses habrán de pasar para que la ciudad recupere su verdadero color.

En consecuencia, la ciudadanía se va acomodando a convivir con esa suciedad añadida ante sus ojos, que desde luego no nos agrada pero que tendremos que esperar pacientemente a eliminarla. Nos acostumbraremos a caminar por una ciudad con una nueva paleta cromática virada en amarillo/anaranjado, en muchas de sus superficies. Dicho lo cual, habrá que ser solidariamente positivo para mejorar esta imagen. Comenzaremos por limpiar nuestros cristales, suelos, persianas y toldos de nuestras viviendas. También los portales, las terrazas, escaleras y descansillos entre plantas de los edificios en los que residimos. Incluso ese trozo de acera que linda con nuestro bloque. No nos podemos olvidar de los vehículos, ya sean patines, bicis, motos o coches. Por supuesto y primero, los del transporte público.

Es cierto que todas las ciudades tienen zonas “nobles”, monumentales y aquéllas específicamente transitadas para el comercio y la restauración turística. Los servicios operativos municipales suelen priorizar estos espacios para la limpieza, pero en modo alguno deben olvidarse de esas barriadas en las que residen miles de ciudadanos que, obviamente, pagan sus impuestos. Aunque será una tarea abnegada y paciente, mañana la ciudad puede y debe estar algo más limpia. Y pasado mañana, aún más.

Volviendo al inicio, nadie puede dudar de que la Humanidad sabe y aprende a convivir con las desventuras. Grandes o pequeñas. Personales o colectivas. Los minutos que se restan al desánimo serán eficaz e inteligentemente utilizados para incrementar el tiempo dedicado a buscar soluciones y a no abandonar ese gran valor de la esperanza. - 

 

José L. Casado Toro

Abril 2022

 


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