De pronto se abrió una puertecilla del
fondo de la tribuna, y apareció un señor viejo, muy empaquetado, seguido de dos
ayudantes jóvenes.
Aquella aparición teatral del profesor y
de los ayudantes provocó grandes murmullos; alguno de los alumnos más atrevido
comenzó a aplaudir, y viendo que el viejo catedrático no sólo no se incomodaba,
sino que saludaba como reconocido, aplaudieron aún más.
—Esto es una ridiculez —dijo Hurtado.
—A él no le debe parecer eso —replicó
Aracil riéndose—; pero si es tan majadero que le gusta que le aplaudan, le
aplaudiremos.
El profesor era un pobre hombre
presuntuoso, ridículo. Había estudiado en París y adquirido los gestos y las
posturas amaneradas de un francés petulante.
El buen señor comenzó un discurso de
salutación a sus alumnos, muy enfático y altisonante, con algunos toques
sentimentales: les habló de su maestro Liebig, de su amigo Pasteur, de su
camarada Berthelot, de
Su melena blanca, su bigote engomado, su
perilla puntiaguda, que le temblaba al hablar, su voz hueca y solemne le daban
el aspecto de un padre severo de drama, y alguno de los estudiantes que
encontró este parecido, recitó en voz alta y cavernosa los versos de Don Diego
Tenorio cuando entra en
“Que un hombre de mi
linaje descienda a tan ruin mansión”.
Los que estaban al lado del recitador
irrespetuoso se echaron a reír, y los demás estudiantes miraron al grupo de los
alborotadores.
—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? —dijo el
profesor poniéndose los lentes y acercándose al barandado de la tribuna—. ¿Es
que alguno ha perdido la herradura por ahí? Yo suplico a los que están al lado
de ese asno que rebuzna con tal perfección que se alejen de él, porque sus
coces deben ser mortales de necesidad.
Rieron los estudiantes con gran
entusiasmo, el profesor dio por terminada la clase retirándose, haciendo un
saludo ceremonioso y los chicos aplaudieron a rabiar.
Primera parte, Capítulo
I, Página 5
Aquel ambiente de inmovilidad, de
falsedad, se reflejaba en las cátedras. Andrés Hurtado pudo comprobarlo al
comenzar a estudiar Medicina. Los profesores del año preparatorio eran
viejísimos; había algunos que llevaban cerca de cincuenta años explicando.
Sin duda no los jubilaban por sus
influencias y por esa simpatía y respeto que ha habido siempre en España por lo
inútil.
Sobre todo, aquella clase de Química de
la antigua capilla del Instituto de San Isidro era escandalosa. El viejo
profesor recordaba las conferencias del Instituto de Francia, de célebres
químicos, y creía, sin duda, que explicando la obtención del nitrógeno y del
cloro estaba haciendo un descubrimiento, y le gustaba que le aplaudieran.
Satisfacía su pueril vanidad dejando los experimentos aparatosos para la
conclusión de la clase con el fin de retirarse entre aplausos como un
prestidigitador.
Los estudiantes le aplaudían, riendo a
carcajadas. A veces, en medio de la clase, a alguno de los alumnos se le
ocurría marcharse, se levantaba y se iba. Al bajar por la escalera de la
gradería los pasos del fugitivo producían gran estrépito, y los demás muchachos
sentados llevaban el compás golpeando con los pies y con los bastones.
En la clase se hablaba, se fumaba, se
leían novelas, nadie seguía la explicación; alguno llegó a presentarse con una
corneta, y cuando el profesor se disponía a echar en un vaso de agua un trozo
de potasio, dio dos toques de atención; otro metió un perro vagabundo, y fue un
problema echarlo.
Había estudiantes descarados que
llegaban a las mayores insolencias; gritaban, rebuznaban, interrumpían al
profesor. Una de las gracias de estos estudiantes era la de dar un nombre falso
cuando se lo preguntaban.
—Usted —decía el profesor señalándole
con el dedo, mientras le temblaba la perilla por la cólera—, ¿cómo se llama
usted?
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí, señor ¡usted, usted! ¿Cómo se llama
usted? —añadía el profesor, mirando la lista.
—Salvador Sánchez.
—Alias Frascuelo —decía alguno,
entendido con él.
—Me llamo Salvador Sánchez; no sé a quién
le importará que me llame así, y si hay alguno que le importe, que lo diga
—replicaba el estudiante, mirando al sitio de donde había salido la voz y
haciéndose el incomodado.
—¡Vaya usted a paseo! —replicaba el
otro.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera! ¡Al corral! —gritaban
varias voces.
—Bueno, bueno. Está bien. Váyase usted
—decía el profesor, temiendo las consecuencias de estos altercados.
El muchacho se marchaba, y a los pocos
días volvía a repetir la gracia, dando como suyo el nombre de algún político
célebre o de algún torero.
Andrés Hurtado los primeros días de
clase no salía de su asombro. Todo aquello era demasiado absurdo. Él hubiese
querido encontrar una disciplina fuerte y al mismo tiempo afectuosa, y se
encontraba con una clase grotesca en que los alumnos se burlaban del profesor.
Su preparación para
Primera
parte, Capítulo II, Página 8
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