El curso siguiente, de menos
asignaturas, era algo más fácil, no había tantas cosas que retener en la
cabeza.
A pesar de esto, sólo
Unos meses después del principio de
curso, en el tiempo frío, se comenzaba la clase de disección.
Los cincuenta o sesenta alumnos se
repartían en diez o doce mesas y se agrupaban de cinco en cinco en cada una.
Se reunieron en la misma mesa, Montaner,
Aracil y Hurtado, y otros dos a quien ellos consideraban como extraños a su
pequeño círculo.
Sin saber por qué, Hurtado y Montaner,
que en el curso anterior se sentían hostiles se hicieron muy amigos en el
siguiente.
Andrés le pidió a su hermana Margarita
que le cosiera una blusa para la clase de disección; una blusa negra con mangas
de hule y vivos amarillos.
Margarita se la hizo. Estas blusas no
eran nada limpias, porque en las mangas, sobre todo, se pegaban piltrafas de
carne, que se secaban y no se veían.
La mayoría de los estudiantes ansiaban
llegar a la sala de disección y hundir el escalpelo en los cadáveres, como si
les quedara un fondo atávico de crueldad primitiva.
En todos ellos se producía un alarde de
indiferencia y de jovialidad al encontrarse frente a la muerte, como si fuera
una cosa divertida y alegre destripar y cortar en pedazos los cuerpos de los
infelices que llegaban allá.
Dentro de la clase de disección, los
estudiantes gustaban de encontrar grotesca la muerte; a un cadáver le ponían un
cucurucho en la boca o un sombrero de papel.
Se contaba de un estudiante de segundo
año que había embromado a un amigo suyo, que sabía era un poco aprensivo, de
este modo: cogió el brazo de un muerto, se embozó en la capa y se acercó a
saludar a su amigo.
—¿Hola, qué tal? —le dijo sacando por
debajo de la capa la mano del cadáver—. Bien y tú, contestó el otro. El amigo
estrechó la mano, se estremeció al notar su frialdad y quedó horrorizado al ver
que por debajo de la capa salía el brazo de un cadáver.
De otro caso sucedido por entonces, se
habló mucho entre los alumnos. Uno de los médicos del hospital, especialista en
enfermedades nerviosas, había dado orden de que a un enfermo suyo, muerto en su
sala, se le hiciera la autopsia y se le extrajera el cerebro y se le llevara a
su casa.
El interno extrajo el cerebro y lo envió
con un mozo al domicilio del médico. La criada de la casa, al ver el paquete,
creyó que eran sesos de vaca, y los llevó a la cocina y los preparó y los
sirvió a la familia.
Se contaban muchas
historias como ésta, fueran verdad o no, con verdadera fruición.
Primera parte, Capítulo
VI, Página 14.
El año siguiente, el cuarto de carrera,
había para los alumnos, y sobre todo para Andrés Hurtado, un motivo de
curiosidad: la clase de don José de Letamendi.
Letamendi era de estos hombres
universales que se tenían en
Letamendi era un señor flaco, bajito,
escuálido, con melenas grises y barba blanca. Tenía cierto tipo de aguilucho,
la nariz corva, los ojos hundidos y brillantes. Se veía en él un hombre que se
había hecho una cabeza, como dicen los franceses. Vestía siempre levita algo
entallada, y llevaba un sombrero de copa de alas planas, de esos sombreros
clásicos de los melenudos profesores de
En San Carlos corría como una verdad
indiscutible que Letamendi era un genio; uno de esos hombres águilas que se
adelantan a su tiempo; todo el mundo le encontraba abstruso porque hablaba y
escribía con gran empaque un lenguaje medio filosófico, medio literario.
Andrés Hurtado, que se hallaba ansioso
de encontrar algo que llegase al fondo de los problemas de la vida, comenzó a
leer el libro de Letamendi con entusiasmo. La aplicación de las Matemáticas a
Andrés fue pronto un convencido.
Como todo el que cree hallarse en
posesión de una verdad tiene cierta tendencia de proselitismo, una noche Andrés
fue al café donde se reunían Sañudo y sus amigos a hablar de las doctrinas de
Letamendi, a explicarlas y a comentarlas.
Estaba como siempre Sañudo con varios
estudiantes de ingenieros.
Hurtado se reunió con ellos y aprovechó
la primera ocasión para llevar la conversación al terreno que deseaba y expuso
la fórmula de la vida de Letamendi e intentó explicar los corolarios que de
ella deducía el autor.
Al decir Andrés que la vida, según Letamendi,
es una función indeterminada entre la energía individual y el cosmos, y que
esta función no puede ser más que suma, resta, multiplicación y división, y que
no pudiendo ser suma, ni resta, ni división, tiene que ser multiplicación, uno
de los amigos de Sañudo se echó a reír.
—¿Por qué se ríe usted? —le preguntó
Andrés, sorprendido.
—Porque en todo eso que dice usted hay
una porción de sofismas y de falsedades. Primeramente hay muchas más funciones
matemáticas que sumar, restar, multiplicar y dividir.
—¿Cuáles? —Elevar a potencia, extraer
raíces... Después, aunque no hubiera más que cuatro funciones matemáticas
primitivas, es absurdo pensar que en el conflicto de estos dos elementos la
energía de la vida y el cosmos, uno de ellos, por lo menos, heterogéneo y
complicado, porque no haya suma, ni resta, ni división, ha de haber
multiplicación. Además, sería necesario demostrar por qué no puede haber suma,
por qué no puede haber resta y por qué no puede haber división.
Después habría que demostrar por qué no
puede haber dos o tres funciones simultáneas. No basta decirlo.
—Pero eso lo da el razonamiento.
—No, no; perdone usted —replicó el
estudiante—. Por ejemplo, entre esa mujer y yo puede haber varias funciones
matemáticas: suma, si hacemos los dos una misma cosa ayudándonos; resta, si
ella quiere una cosa y yo la contraria y vence uno de los dos contra el otro;
multiplicación, si tenemos un hijo, y división si yo la corto en pedazos a ella
o ella a mí.
—Eso es una broma —dijo Andrés.
—Claro que es una broma —replicó el
estudiante—, una broma por el estilo de las de su profesor; pero que tiende a
una verdad, y es que entre la fuerza de la vida y el cosmos hay un infinito de
funciones distintas: sumas, restas, multiplicaciones, de todo, y que además es
muy posible que existan otras funciones que no tengan expresión matemática.
Andrés Hurtado, que había ido al café
creyendo que sus preposiciones convencerían a los alumnos de ingenieros, se
quedó un poco perplejo y cariacontecido al comprobar su derrota.
Leyó de nuevo el libro de Letamendi,
siguió oyendo sus explicaciones y se convenció de que todo aquello de la
fórmula de la vida y sus corolarios, que al principio le pareció serio y
profundo, no eran más que juegos de prestidigitación, unas veces ingeniosos,
otras veces vulgares, pero siempre sin realidad alguna, ni metafísica, ni
empírica.
Primera parte, Capítulo
VIII, Página 20
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