A quién no le gusta el cante jondo,
no es de fiar. Antonio Gala
Hace pocas fechas el Consejero de
Educación de la Junta de Andalucía, Javier Imbroda, anunciaba que en el próximo
curso se impartirían clases de Flamenco en las escuelas andaluzas y casi
simultáneamente la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad
Loyola de Sevilla ha convertido al Flamenco en Grado Universitario. (En las Universidades de
EE.UU. se estudia el blue y el soul). Dos magnificas noticias, que no tenían que ser
tales, si tenemos en cuenta que desde el 16/11/2010, este arte tan nuestro era
incluido como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad y de las
obligaciones que esta distinción conlleva se ha hecho caso omiso durante más de
una década por parte de nuestros dirigentes.
No es necesario, por sabido, las
grandes dificultades que el Flamenco ha tenido que superar para por fin ser
reconocido como lo que es, Arte con mayúscula en todas sus manifestaciones,
toque, cante, baile, palmas, palillos. Tuvimos que esperar hasta mediados del
siglo XIX para que alguien se atreviera a escribir sobre el flamenco, porque
era un atrevimiento que podría conllevar mala fama y desprestigio. Quién rompió
el fuego fue el ilustre malagueño Estébanez Calderón ( El Solitario), que en su
libro Escenas Andaluzas describe con detalles y no poca admiración, una fiesta
flamenca en el arrabal trianero de Sevilla en la que era protagonista uno de
los pilares del cante jondo, el cantaor gitano de origen jerezano, El Planeta.
Después le siguieron Cecilia Bohl de Faber (Fernán Caballero), de origen Suizo
y criada en Cádiz, quién hizo en el Congreso de los Diputados una encendida
apología de nuestro Arte Flamenco. No es preciso resaltar la gran labor que
años más tardes realizó Antonio Machado y Álvarez, (Demófilo), nacido en
Santiago de Compostela, de padre gaditano y de madre sevillana, recopilando más
de 5.000 coplas en su libro, Colección del Cante Flamenco. (No confundir con su
hijo, Antonio Machado Ruíz)
A pesar de ello estos tres
personajes son habas contadas, el último tercio del siglo XIX supone una etapa
convulsa para nuestro flamenco, la Generación del 98 fue antiflamenquista hasta
las cachas, a excepción de los hermanos Machado que por ser sevillanos e hijos
de Demófilo tenían otra visión del asunto. Estos venerables señores que se
entendían por intelectuales metieron al Flamenco en una especie de cajón de
sastre donde cabían las costumbres gitanas, el cante, la afición a los toros y
otros elementos de la cultura popular andaluza, que es vilipendiada en la misma
época en que los nacionalistas, gallegos, vascos y catalanes promueven una
recuperación de sus respectivas “culturas nacionales” y tan respetables señores
hacen “muti por el foro”. El paladín de dicho movimiento fue el escritor
madrileño Eugenio Noel, curiosamente gran
admirador de la cultura popular, atribuyó a la extensión del Flamenco y
la Tauromaquia, ni más ni menos, que el origen de los males de la Patria, en
contraposición a los modernos estados europeos donde la ausencia de estas
manifestaciones culturales parecían traducirse en un menor desarrollo económico
y social. No es necesario decir que durante décadas, entre el Flamenco y la
intelectualidad se establecería una grieta insalvable. Esta se cerró por el
decidido empuje de la Generación del 27, cuyos miembros más eminentes eran
andaluces y por lo tanto conocedores de primera mano del fenómeno.
Pepe J. Cueto
Verano
de 2021
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