09 julio 2021

UN CENTENARIO. GALDÓS (VI)

 

        Sostiene Luis Landero que descubrió a Galdós tarde, ya con 30 años, cuando, siendo profesor, lo leyó con sus alumnos. Hasta entonces, ¿cómo iba a leer a   Galdós alguien que quería ser escritor y que en realidad ya lo era? Él leía para aprender, para ensanchar su horizonte literario,  para encontrar modelos que le ayudasen a descubrir un mundo, un estilo y una manera personal de contar ¿Cómo iba a alternar Galdós con Proust, Faulkner, Joyce, Borges, García Márquez, Onetti, Valle Inclán, Kafka o Virginia Wolf? Claro que si Galdós hubiese caído en sus manos en la juventud, cuando leía como lector y no como escritor, habría devorado todos sus libros y habría quedado atrapado en su mundo para siempre, sin las prevenciones, remilgos y prejuicios que le apartaron de él, como también le ocurrió con Delibes.

         Continúa la reflexión de Landero: “A mí Galdós me lo descubrieron mis alumnos. Y comprendí que don Benito tiene algo que habrá que llamar gracia, encanto, don, instinto narrativo…algo innato que no se pude adquirir. Porque la calidad de una novela no depende de que está bien escrita o de que su estructura sea sólida o de otros virtuosismos al uso, sino de algo misterioso que percibimos igualmente o se nos impone en la pintura, en el cine o en la música y que nos hechiza y enamora sin saber cómo ni porqué.

       El mundo de Galdós, por otra parte, me es vagamente familiar. Algo de él quedaba latente en Madrid hacia 1960, cuando llegué procedente de mi pueblo pacense. Yo conocí a costureras, barrenderos, asistentas, cobradores a domicilio, horteras, chupatintas, buscones, gente humilde y atareada que sobrevivía en su incansable ir y venir, personajes no muy distintos de los que nos pinta Galdós. Creo haber conocido a Maxi Rubín, a Torquemada, a Estupiñá y tantos otros. En mis paseos encuentro a menudo   la calle Castillo esquina a Santa Feliciana, y me paro ante el inmueble donde Juanito Santa Cruz le puso piso a Fortunata, y la imagino asomada al balcón desde el que se podía vislumbrar el hipódromo antiguo.  Un poco más arriba, por Santa Engracia, veo a Galdós y Baroja caminando juntos hacia Cuatro Caminos, y me siento muy cerca de aquellos tiempos, de aquel siglo de cuyo íntimo paisaje humano no sabríamos apenas nada de no ser por el soplo de vida que les infundió Galdós. Sin él nuestros antepasados de anteayer serían espectros, gente extraña carente de vida; gracias a él los sentimos cercanos y los comprendemos con sus grandezas y miserias.

    Como escritor no sé qué deudas tendré yo con Galdós, pero es seguro que de él he recibido, como de Cervantes o Dickens, la lección impagable de la escritura desatada, la invitación a dejarse arrastrar por el río de la lengua y los vientos de la inspiración hacia donde el relato tenga a bien llevarte, sin detenernos en minucias de estilo, tecniquerías y escrúpulos literarios. Hasta en eso, en Galdós hemos aprendido a amar la libertad”.

    Aquí termina el extracto del artículo que Luis Landero publicó en el suplemento de “El Mundo” del 27/2/2020, y que he resumido, como los cinco anteriores, para ofrecer una mínima visión/homenaje de Benito Pérez Galdós en el Centenario de su muerte.

Luis Landero (1948) profesor de Francés y de Lengua en Institutos de Bachillerato y Universidades (Madrid y Yale) publicó, ya con 40 años, Juegos de la edad tardía que supuso un éxito sorprendente. Después ha publicado 8 novelas y 2 tomos de su Autobiografía. La crítica destaca en su prosa las raíces cervantinas y un lenguaje cuidado y denso a fuer de sencillo.

JOSÉ RAMÓN TORRES GIL.


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