Sostiene
Luis Landero que descubrió a Galdós tarde, ya con 30 años, cuando, siendo
profesor, lo leyó con sus alumnos. Hasta entonces, ¿cómo iba a leer a Galdós alguien que quería ser escritor y que
en realidad ya lo era? Él leía para aprender, para ensanchar su horizonte
literario, para encontrar modelos que le
ayudasen a descubrir un mundo, un estilo y una manera personal de contar ¿Cómo
iba a alternar Galdós con Proust, Faulkner, Joyce, Borges, García Márquez,
Onetti, Valle Inclán, Kafka o Virginia Wolf? Claro que si Galdós hubiese caído
en sus manos en la juventud, cuando leía como lector y no como escritor, habría
devorado todos sus libros y habría quedado atrapado en su mundo para siempre,
sin las prevenciones, remilgos y prejuicios que le apartaron de él, como
también le ocurrió con Delibes.
Continúa la reflexión de Landero: “A mí Galdós me lo descubrieron mis alumnos.
Y comprendí que don Benito tiene algo que habrá que llamar gracia, encanto,
don, instinto narrativo…algo innato que no se pude adquirir. Porque la calidad
de una novela no depende de que está bien escrita o de que su estructura sea
sólida o de otros virtuosismos al uso, sino de algo misterioso que percibimos
igualmente o se nos impone en la pintura, en el cine o en la música y que nos
hechiza y enamora sin saber cómo ni porqué.
El
mundo de Galdós, por otra parte, me es vagamente familiar. Algo de él quedaba
latente en Madrid hacia 1960, cuando llegué procedente de mi pueblo pacense. Yo
conocí a costureras, barrenderos, asistentas, cobradores a domicilio, horteras,
chupatintas, buscones, gente humilde y atareada que sobrevivía en su incansable
ir y venir, personajes no muy distintos de los que nos pinta Galdós. Creo haber
conocido a Maxi Rubín, a Torquemada, a Estupiñá y tantos otros. En mis paseos
encuentro a menudo la calle Castillo esquina a Santa Feliciana, y
me paro ante el inmueble donde Juanito Santa Cruz le puso piso a Fortunata, y
la imagino asomada al balcón desde el que se podía vislumbrar el hipódromo
antiguo. Un poco más arriba, por Santa
Engracia, veo a Galdós y Baroja caminando juntos hacia Cuatro Caminos, y me
siento muy cerca de aquellos tiempos, de aquel siglo de cuyo íntimo paisaje
humano no sabríamos apenas nada de no ser por el soplo de vida que les infundió
Galdós. Sin él nuestros antepasados de anteayer serían espectros, gente extraña
carente de vida; gracias a él los sentimos cercanos y los comprendemos con sus
grandezas y miserias.
Como
escritor no sé qué deudas tendré yo con Galdós, pero es seguro que de él he
recibido, como de Cervantes o Dickens, la lección impagable de la escritura
desatada, la invitación a dejarse arrastrar por el río de la lengua y los
vientos de la inspiración hacia donde el relato tenga a bien llevarte, sin
detenernos en minucias de estilo, tecniquerías y escrúpulos literarios. Hasta
en eso, en Galdós hemos aprendido a amar la libertad”.
Aquí termina el extracto del artículo que
Luis Landero publicó en el suplemento de “El Mundo” del 27/2/2020, y que he
resumido, como
los cinco anteriores, para ofrecer una mínima
visión/homenaje de Benito Pérez Galdós en el Centenario de su muerte.
Luis
Landero (1948) profesor de Francés y de Lengua en
Institutos de Bachillerato y Universidades (Madrid y Yale) publicó, ya con 40
años, Juegos de la edad tardía que
supuso un éxito sorprendente. Después ha publicado 8 novelas y 2 tomos de su Autobiografía.
La crítica destaca en su prosa las raíces cervantinas y un lenguaje cuidado y
denso a fuer de sencillo.
JOSÉ RAMÓN TORRES GIL.
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