Este relato que he titulado Las manos de mi madre, me lo inspiró el
cuadro de la exposición <Como nieve que baila> del pintor José Luís Puche
que vi en el CAC. El cuadro de formato pequeño representa unas manos en
actitud de ofrenda. Se titula Siroco y una mano tiene una mancha roja y la otra
una verde a las que les he pretendido darles un significado.
José Luís
Puche nació en Málaga en 1976 es licenciado en Historia del Arte por la
Universidad de Málaga y comenzó como profesional de la pintura en 2005 cuando
realizó su primera exposición individual. Ha participado en exposiciones
colectivas e individuales y en la actualidad es considerado como uno de los
artistas contemporáneos con más proyección internacional.
Esas manos oferentes, unidas formando un corazón, han sido como un
viento cálido que ha sacudido mi memoria. El Siroco que, a velocidad
vertiginosa, ha arremolinado mis recuerdos en ramilletes de secuencias vividas…
o tal vez soñadas, que yacían adormecidas en los laberintos del tiempo.
En esas manos he visto las manos de mi madre. Las manos que trabajaban
incansables durante el día y que, cansadas por las noches, mecían las cunas
donde dormitaban bajo su tutela las que serían mujeres del futuro. Las manos
que nunca supieron de manicuras, cremas ni esmaltes. Las que solo se perfumaron
con el jabón de lavar y el aroma de las rosas que cortaban, de los rosales del
patio, en los amaneceres de la primavera.
¡Qué frescor tenían las manos de mi madre cuando, en las noches
febriles de la niñez, se posaban sobre mi frente! ¡Qué seguridad me daban,
sentirlas engarzadas con las mías si mi cuerpo tiritaba y mis sueños se
llenaban de pesadillas oscuras! Solo con el contacto de la piel de sus dedos,
los miedos desaparecían y un sueño plácido, sereno, me relajaba el cuerpo y el
espíritu.
Todavía me pregunto ¿Cómo eran tan tiernas trabajando tanto?
¿Cómo sus caricias podían ser tan suaves? A lo largo de mi vida ningunas manos
me han acariciado con la ternura que lo hacían las de mi madre. Me atraían a su
regazo, y me acunaban con tal dulzura, que percibía la tibieza de su pecho y
los latidos de su corazón, al mismo compás que los del mío. Mis ojos iban
cerrándose poco a poco y, en la duermevela, tenía la sensación de estar protegida
como si estuviera en su vientre.
Nunca fueron violentas las manos de mi madre. Si por algún mal
comportamiento me dieron un cachete, lo hicieron procurando no hacerme daño.
Luego, si yo arrepentida comenzaba a llorar, eran el paño que secaban mis lágrimas.
Cuando se nos pasaba el enfado, me sentaban sobre sus rodillas y
con dedos habilidosos jugaban con los rizos de mis cabellos. Los rizos
revueltos se convertían en tirabuzones, tirabuzones como los de las princesas
de los cuentos que leía cada noche antes de dormirme.
Cuando las hojas del calendario se fueron cayendo, arrastradas por el
vendaval implacable del tiempo, un ligero temblor se adueñó de las manos de mi
madre y perdieron su firmeza. Entonces, igual que ella hacía en mi niñez, las
engarzaba con las mías intentando darles la confianza que ellas supieron
transmitirme.
Las manos que me han hecho evocar a las de mi madre, tienen una macha roja;
color de la sangre que recorría sus venas y las llenaba de amor. Otra verde,
como la esperanza que albergo de que algún día, en algún lugar, vuelvan a
acariciarme con la ternura que ellas solo han sabido hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor: Se ruega no utilizar palabras soeces ni insultos ni blasfemias, así todo irá sobre ruedas.
Reservado el derecho de admisión para comentarios.