Artículo
de David Martínez, escritor y periodista español, publicado en el diario New
York Times
Durante
años fracasé en mi intento de convencer a los amigos del sinsentido de cenar a
las diez de la noche. Y entonces, el pasado mes de marzo, ocurrió lo imposible:
recibí un mensaje con una convocatoria a las 7:30 de la noche. ¿Había ganado la
batalla al fin? ¿Reconocía España lo disparatado de sus horarios y se disponía
a rectificar? No tan rápido.
La
hora venía impuesta por el toque de queda y las restricciones de la pandemia.
Ha
bastado una mejora en la vacunación contra la COVID-19 y el levantamiento de
algunas limitaciones para que regresen las comidas a las 3 de la tarde, las
jornadas laborales discontinúas e interminables y los banquetes mientras
nuestros vecinos europeos duermen como niños. Pide horarios más ordenados y
serás incluido en la conspiración de los aburridos, cuyo objetivo sería someter
a los españoles al exceso inverso y anglosajón: brunch a las 12 y
barbacoa a las 6 de la tarde.
¿No
podríamos encontrar un punto medio?
El
desbarajuste español tendría gracia si estuviera limitado al ocio o la
restauración. Pero estamos entre los europeos que más tarde salimos de la oficina,
los que tenemos el primer time televisivo más
tardío, los más insatisfechos con el tiempo que pasamos con los hijos…
¿He mencionado ya lo de las cenas? De media, las iniciamos dos horas más tarde que en
el resto del mundo.
El
resultado de hacerlo todo a destiempo es un país cansado y empeñado en dar la
espalda a los beneficios de un horario más racional.
Convertir
nuestra anárquica agenda en una tradición identitaria no ha sido fácil. Es
necesario un entrenamiento temprano. Nuestros hijos van a la escuela hasta las
5 de la tarde, les añadimos trabajos extraescolares que alargan su jornada
otras tres horas y los mandamos a la cama una hora más tarde que en
otros países, aunque se levantan media hora antes. Es una de las razones de que
su rendimiento esté por debajo
de la media de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.
Los
niños todoterreno de hoy serán los jefes que impongan agotadoras jornadas
mañana, los políticos que convoquen ruedas de prensa a las 9 de la noche y los
oficiales que programen partidos de fútbol a las 10 de la noche, en días
laborales. El principal impacto es un deterioro de la conciliación familiar,
sin obtener recompensa a cambio. “Trabajamos más horas que otros países, pero
solo somos productivos el 35 por ciento de la jornada”, dice José Luis Casero,
presidente de la Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios.
El presencialismo,
ese pasatiempo nacional que el teletrabajo no ha disminuido,
consiste en pegar el trasero a la silla, en casa o la oficina, incluso cuando
se ha cumplido la jornada o la tarea. Una cultura laboral excesivamente
jerárquica y funcionarial tiende a valorar el tiempo en el escritorio por
encima de los resultados. Si se le suma la devoción española por las reuniones,
incluso cuando solo sirven para decidir que hay que volver a reunirse, el tiempo
para la familia, el deporte o la vida social se reduce al mínimo. Y su calidad,
aún más.
Los
intentos por ajustar la jornada española han variado en estrategia, para
terminar siempre en el mismo fracaso.
El
expresidente Mariano Rajoy propuso en 2018 que terminara a las 6 de la tarde,
una propuesta que le valió el escarnio nacional y la burla internacional. “El
presidente español quiere acabar con la siesta”, tituló The Washington
Post, rescatando un estereotipo que se resiste a morir. En realidad, la siesta
es ya un privilegio de unos pocos, aunque está justificada para todos los
demás: ¿de qué otra forma podemos terminar de cenar de madrugada, levantarnos a
la misma hora que los noruegos, trabajar todo el día, ver el partido de la diez
y salir a tomar algo hasta las dos de la mañana?
Uno
puede comprender por qué quienes vienen de fuera prefieren esos horarios —están
de vacaciones—, pero sorprende nuestro empeño en someternos a la privación del
sueño, el oficinismo inútil y el agotamiento mental, que según los expertos es
una de las consecuencias que pagamos.
Nuestros horarios nos hacen más irritables, aumentan el estrés, merman las
relaciones personales y contribuyen a que España sea el segundo país más
ruidoso del mundo, según la Organización Mundial de la Salud.
Vecinos
de barrios céntricos de Madrid llevan semanas protestando y han pedido el
regreso a horarios de la pandemia, tras unos meses donde habían encontrado algo
de tranquilidad. “¡Queremos dormir!”, gritan en sus manifestaciones de protesta.
La esperanza de que los toques de queda trajeran nuevas costumbres,
ajustándonos a Europa, se ha desvanecido. El verdadero cambio requerirá un
impulso legislativo hasta ahora inexistente.
El
primer paso para devolver la cordura a nuestra agenda pasa porque el país
recupere el huso horario que le corresponde.
España
vivía acorde a la hora del meridiano de Greenwich hasta 1940, pero el dictador
Francisco Franco adelantó la hora para coordinarla con Alemania durante la
Segunda Guerra Mundial. La discrepancia entre la hora oficial y la solar se ha
mantenido desde entonces. “Deberíamos tener la misma hora que Portugal y Reino
Unido, para no tener un desfase horario con respecto al sol de dos
horas”, dice José María
Fernández-Crehuet, autor de la tesis “La
conciliación de la vida profesional, familiar y personal. España en el contexto
europeo”.
Pero
la mera restitución del huso horario que nos corresponde geográficamente
difícilmente cambiará los hábitos de los españoles.
El
gobierno debería impulsar iniciativas que nos libren de nuestras peores
costumbres y hacerlo, además, de manera coordinada. De nada sirve que la
jornada escolar sea continua y los alumnos salgan antes si sus padres están en
la oficina hasta las ocho de la tarde. La legislación debe asegurarse de que
los empleados dejen la oficina a las 6 de la tarde, reduciendo los recesos
innecesarios, salvo urgencia o circunstancias especiales. Resulta
incomprensible que en muchas empresas el tiempo para el almuerzo siga
alargándose dos horas o más.
La
instauración de horarios laborales razonables, sumado al consenso con los
diferentes sectores del ocio y la cultura, puede empezar a cambiar las cosas.
Si la gente llega antes a casa, las cadenas de televisión se mostrarán más
abiertas a adelantar sus programas de éxito. Los restaurantes y bares, que han
sufrido un gran impacto con la pandemia, podrían atraer más clientes a los
nuevos horarios. Y los vecinos sufrirán un menor impacto por el ruido: dormir
no puede ser un privilegio que dependa del azar de la residencia.
Los
españoles siempre nos hemos sentido orgullosos de la peculiaridad de nuestros
horarios, a pesar de sus perjuicios. Quizá ha llegado el momento de centrarse
en los beneficios que reportaría moderarlos. Dormir más mejoraría nuestra salud
y productividad; condensar el tiempo de trabajo nos dejaría más tiempo para
nosotros y quienes queremos; coordinarnos con nuestros vecinos europeos
facilitaría las relaciones comerciales, entre otras cosas; y organizarnos
mejor, evitando desgastes inútiles, nos haría un país más despierto para
afrontar próximos desafíos. No se trata de renunciar a nuestro carácter latino,
la diversión o la intensa vida social, sino de hacer las mismas cosas, antes.
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