09 junio 2012

CONTINUACION DE LA CRÓNICA DE UNA COMUNIÓN

He leído en el blog de AMADUMA el detallado y reflexivo relato de Esperanza Liñán ”Crónica de una comunión” y ( aunque no le haya pedido permiso a su autora) he tenido la osadía de continuarlo, más o menos, en el lugar donde ella lo termina.
El domingo trece de mayo fui a una primera comunión. Recibía este sacramento el hijo de unos familiares lejanos, y acepté la invitación, porque me ilusionaba el encuentro con ellos y otros parientes que no veía desde hacía tiempo.
La ceremonia religiosa de la iglesia que relata Esperanza, es casi un calco de la que mi acompañante y yo vivimos, pero al acabar y salir a la calle, el panorama era bien distinto, el sol lo inundaba todo y hacía un calor sofocante. Eran las once y media de la mañana, y quien estaba viviendo, el día más feliz de su vida, y todo su séquito, no sabíamos qué hacer para cubrir el tiempo que faltaba hasta la hora del convite, las dos de la tarde. Muy amable, el padre del chico nos invitó a café en un bar cercano a la iglesia, y de él fuimos a la terraza de otro, donde debido al calor, las invitadas fueron despojándose de chales y chaquetas, y el chico neo-eucarístico, con su traje azul de capitán de la marina, sudaba pedaleando por la acera en la bicicleta que le habían regalado.
Como el almuerzo era a las afueras de la ciudad, los padres nos dieron un plano para llegar al sitio, y ellos, se fueron a recoger los regalos del chico que tenían en su casa para llevarlos al lugar de la celebración.
Sin contratiempo llegamos al restaurante. Los camareros nos indicaron el salón del evento, y a su entrada, en un caballete leímos los asientos que deberíamos ocupar en una de las ocho mesas de diez comensales reservadas. El salón perfectamente organizado y, aún casi vacio, nos acogió con una temperatura excelente. Nos sentamos alrededor de una mesa redonda llena de copas y grandes platos repletos de buen jamón y queso, de gambas y exóticas ensaladas. Esperando al resto de los invitados para saborear estos platos, y la cazuelita de salmorejo que había para cada comensal, atrajo nuestra atención un enorme castillo hinchable, de vivos colores, que se veía desde el ventanal cercano a nuestra mesa. Llegaron el homenajeado y sus padres cargados con la tarta y los regalos. Los colocaron en una mesa habilitada para tal fin, y cuando todos estábamos acoplados, los camareros muy atentos nos sirvieron cerveza, vinos, agua y refrescos. Entre los parones de una conversación intermitente, fuimos degustando las viandas de los platos, y quedaba en ellos casi la mitad, cuando se nos acercó un camarero para decirnos; que como plato principal podíamos elegir: bacalao con tomate, arroz caldoso con bogavante o presa con una patata asada. Mi compañero y yo nos miramos viendo lo que quedaba en la mesa, y pedimos una presa para los dos. Antes de servirnos el postre, un gran trozo de pastel de milhojas (que nadie fue capaz de acabar) los camareros retiraron los platos con más de un tercio de su contenido inicial y sirvieron café, infusiones y licores a quien quiso. Al poco rato, se acercó a nuestra mesa la madre del chico y nos preguntó, qué nos había parecido el convite, y yo, con toda sinceridad le respondí:
-Pienso que ha sido excesivo- a lo que ella me contestó, que como su comunión apenas se celebró, en la de su hijo no había querido escatimar nada. En ese instante, vino a mí una imagen casi olvidada; la de una niña con un vestido corto blanco, unas sandalitas del mismo color, y por todo adorno un lazo de raso en el pelo, que después de andar cuatro kilómetros con la maestra y sus compañeras, emocionada, tomaba por primera vez la comunión. Y recordé, que en el desayuno que le dieron en un local cerca de la iglesia, cuando se estaba comiendo un churro mojado en chocolate, al preguntarle una de las niñas, qué penitencia le había impuesto el cura en la confesión, el churro se le atragantó. Con el nerviosismo y la emoción del momento ¡Se le olvidó rezar las tres Salves de la penitencia! El camino de regreso se le hizo larguísimo. Llevaba sobre su conciencia el pecado de haber recibido el cuerpo de Cristo sin estar limpia. Se había saltado una de las normas establecidas para hacer una buena comunión.
La entrada en el salón de dos payasos reclutando a los niños para llevarlos al castillo hinchable, me volvió a la realidad. Vi al chico a mi lado con un álbum (en el que firmamos) le dimos un sobre con nuestra felicitación, y, volvió a enseñarnos otro álbum con el reportaje fotográfico hecho antes de la comunión ¡Estaba guapísimo retratado de todas las posturas! Nos regaló una tarjeta doble con varias fotos suyas, y en otra ronda por las mesas junto a su madre, repartió llaveros con un niño de comunión, y alfileres con un cáliz, como recuerdo de ese día. Luego, se fue a jugar donde estaban los payasos y a regalarles a los niños cartuchos de chucherías.
A las cinco de la tarde, el padre del chico nos animó a tomarnos alguna bebida, insistiéndole a mi acompañante a que se tomara un güisqui. Él finalmente aceptó la oferta, y brindó para que esa tarde ganara el Málaga en la Rosaleda y entrara en la Champions. Cuando al rato nos despedimos para marcharnos, la tarta de la comunión seguía intacta en su sitio.
Ya acomodada en el coche, hice una especie de balance mental de los acontecimientos vividos ese día. Con un gesto instintivo encogí los hombros, y no pude evitar, que de mi pecho saliera un profundo suspiro.

Amalia Díaz
18 de mayo de 2012



1 comentario:

  1. Amalia, no necesitas ningún permiso y si así fuera, por mi parte los tienes todos, porque te los has ganado de sobra con tu buen hacer literario. Es más te agradezco esta continuación, porque veo también que es el fiel reflejo de la comida en el hotel del que yo hice, y que no quise prolongar. Salvo el menú, todo era igual, payasos incluídos. Enhorabuena por tu crónica y seguiremos suspirando... Esperanza.

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