Un cuento de Franz Kafka
Fue
un caluroso día de verano. Mi hermana y yo pasábamos frente a la puerta de un
cortijo que estaba en el camino de regreso a casa. No sé si golpeó esa puerta
por travesura o distracción. No sé si tan solo amenazó con el puño sin llegar a
tocarla siquiera. Cien metros mas adelante, junto al camino real que giraba a
la izquierda, empezaba el pueblo. No lo conocíamos, pero al cruzar frente a la
casa que estaba inmediatamente después de la primera, salieron de ahí unos
hombres haciéndonos unas señas amables o de advertencia; estaban asustados,
encogidos de miedo. Señalaban hacia el cortijo y nos hacían recordar el golpe
contra la puerta. Los dueños nos denunciarían e inmediatamente comenzaría el
sumario. Yo permanecía calmo, tranquilizaba a mi hermana. Posiblemente ni
siquiera había tocado, y si en realidad lo había hecho, nadie podría acusarla
por eso. Intenté hacer entender esto a las personas que nos rodeaban; me
escuchaban pero absteniéndose de emitir juicio alguno. Después dijeron que no
sólo mi hermana sino también yo sería acusado. Yo asentía sonriente con la
cabeza. Todos volvíamos nuestra vista atrás, hacia el cortijo., tan atentamente
como si se tratara de una lejana cortina de humo tras la cual fuera a aparecer
un incendio. Lo que pronto vimos, en realidad, fue a unos jinetes que entraron
por el portón del cortijo. Una polvareda, al levantarse, lo cubrió todo; sólo
brillaban las puntas de las enormes lanzas. Apenas la tropa había desaparecido
en el patio, cuando debió, al parecer, hacer dar vuelta a sus corceles, pues
volvió a salir en dirección nuestra. Aparté a mi hermana de un empellón, yo me
encargaría de poner todo en orden. Ella no quiso dejarme solo. Le expliqué que
para que se viera mejor vestida ante los señores debía, al menos, cambiarse de
ropas. Porfin me hizo caso e inició el largo camino a casa. Ya estaban los jinetes
junto a nosotros y casi al tiempo de apearse preguntaron por mi hermana.
-No
está aquí de momento -fue la temerosa respuesta- pero vendrá mas tarde.
La
contestación se recibió con indiferencia. Parecía que, ante todo, lo importante
era haberme hallado. Destacaban, de entre ellos, el juez, un hombre joven y
vivaz, y su silencioso ayudante llamado Assmann. Me invitaron a pasar a la
taberna campesina. Lentamente, balanceando la cabeza, jugando con los
tiradores, comencé a caminar bajo las miradas severas de los señores. Aún creía
que una sola palabra sería suficiente para que yo, que vivía en la ciudad,
fuese liberado, incluso con honores, en ese pueblo campesino. Pero luego de
atravesar el umbral de la puerta, pude escuchar al juez que se acercó a recibirme:
-Este
hombre me da lástima.
Sin
duda alguna, no se refería con esto a mi estado actual sino a lo que me
esperaba en el futuro. La habitación se parecía más a la celda de una prisión
que a una taberna rural. De las grandes losas de la pared, oscura y sin
adornos, pendía, en alguna parte, una argolla de hierro, y en el centro de la
habitación algo que era medio catre y medio mesa de operaciones.
¿Podría
yo respirar otros aires que los de una cárcel?. He aquí el gran dilema. O,
mejor dicho, lo que sería el gran dilema, si yo tuviera alguna perspectiva de
ser dejado en libertad.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor: Se ruega no utilizar palabras soeces ni insultos ni blasfemias, así todo irá sobre ruedas.
Reservado el derecho de admisión para comentarios.