03 noviembre 2025

LO QUE OCURRIÓ EN UNA BARBERÍA

 

Hace más de sesenta años en una barbería de la Bda. del Carmen, en Melilla, donde siempre se hablaba de fútbol y de mujeres, porque de política nadie se atrevía a hacerlo, había un fígaro, apestando a sudor y a “Ideales” de papel trigo, con una clientela fija de suaves afeitados, y pelados con maquinilla a mano, de las que daban tirones en las patillas y en el cogote.  Recuerdo una tarde de verano, esperando el turno, con mis cinco pesetas en el bolsillo, cuando entró un hombre, con la hora cogida y un niño de la mano, solicitando los servicios del maestro. Al chavea yo lo conocía del colegio. El cliente deseaba que a él lo afeitara y pelara a navaja primero, y a su “hijo” que lo hiciera después. Mientras el aprendiz de barbero, que era del barrio de  Horcas Coloradas, me metía la maquinilla para dejarme al estilo L´Oparisié, el maestro al cliente, con todo su esmero, le hacía su corte de pelo a navaja y luego, vaciándola en  el suavizador de cuero, le hizo un afeitado dejándole el rostro como el culo de un niño chico aplicándole al terminar el oloroso “Floid Mentolado”.  Una vez en pié y dispuesto a marcharse le dijo al barbero: “Ahí le dejo a mi hijo, ahora mismo vengo a por él y le abonaré los dos servicios”. Mientras que el de Horcas Coloradas, aprendía el oficio, haciéndome los consabidos trasquilones, el maestro al ver los destrozos en mi cabeza, muy contento canturreaba, con muy poca gracia: “¡El borrico mal pelao, a los tres días emparejao!”, aunque él siempre me emparejaba los desperfectos del aprendiz.  Apenas el cliente se marchó, el barbero que ya le había metido mano a la chorla del chavea, le preguntó donde vivían. El niño que no había dicho ni mú en todo el rato, muy seriecito, como acojonado, le dijo que ese hombre no era su padre, y que él vivía en La Alcazaba, y que se lo encontró cerca del Circo Ruzafa (actual Hotel Ánfora), proponiéndole que un amigo barbero lo pelaría de balde.  El hombre, que ya le estaba recortando las patillas y el cogote, se quedó con la navaja en vilo, cagándose en todo lo que había que cagarse sobre la familia del caradura, y muy particularmente en la señora que lo trajo a la vida.  Imagínense el mal rollo que yo tenía, con el cabreo del barbero, el niño a medio pelar, y yo con la maquinilla del aprendiz encima de una de mis orejas. Menos mal que todo acabó en un “susto”, con el niño amedrentado, pero pelado, creyendo que iban a llevarlo al cuartelillo de los municipales del Mercado de C/ Margallo,  y yo saliendo por la puerta de la barbería muerto de la risa viendo la jeta del barbero con un cabreo de cojones. Años más tarde, cuando aquél niño y yo vestíamos de caqui, y pelados casi a rape, lo comentábamos con todo el cachondeo mientras hacíamos guardia en el Hospital Militar “Doker”, ya que pertenecíamos a la Agrupación de Sanidad Militar, en Batería J, junto al Rgto. De Infantería Melilla nº 52.

Esta anécdota me recordó uno de los “Chisnetos” (soneto) que mi amigo Ricardo Redoli, prologuista de mi libro “Breve Cronología Histórica de Melilla” (2002), publicó hace varios años.

 

“EL HIJO DEL BARBERO Y SU CLIENTE”

 

Un barbero, buscando el beneficio

de un hijo sin estudios y vagante,

en aras de un futuro más brillante,

le inició de aprendiz en el oficio.

Le buscó un parroquiano a su novicio:

un hombre bonachón y tertuliante,

cliente de fiado, y tolerante,

al que prestaba siempre buen servicio.

El joven, en el día de su estreno,

blandiendo la navaja algo indeciso,

le asestó un corte seco a su cliente.

El padre, que de nada estaba ajeno,

al ver salir la sangre, de improviso

fue y largó un bofetón furiosamente.

Tres cortes más siguieron al primero,

y, a cada uno, le siguió un metido

destinado al zagal, mas recibido

por el pobre cliente del jifero.

Un quinto corte, que será el postrero,

le arrancó, con la oreja, un gran quejido.

En el suelo, el apéndice caído

recordaba la gloria de un torero.

Y el cliente, mirando al alfajeme,

cuyo genio conoce y ahora teme,

le dice al aprendiz con desconsuelo:

“Pisa la oreja y déjala en el suelo,

que, si tu padre larga otra colleja,

seguro que me arrancas la otra oreja”.

 

 

Juan Aranda


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