13 octubre 2025

LA SOLEDAD

 

La soledad está en el candelero. Se considera sin más una tragedia, se utiliza políticamente, se atribuye –como no pocas cosas– a la sociedad en su conjunto, a todos nosotros, a los ciudadanos en general. Tiene esta atribución unas características que son comunes a todos los problemas que de buenas a primeras parece que han surgido y se han extendido como una mancha de aceite y de los que tendremos que hacernos cargo como sujetos culpables.

Siempre que esto sucede yo percibo un tufillo a grupos decididos a aprovecharse de la situación y hacer que alguien los subvencione, no por resolver lo que sea, sino por mover las conciencias para que hagamos algo al respecto. No se trata de un interés real para que lo que sea se solucione, ni tampoco de ayudar propiamente a minimizar las consecuencias negativas; se trata de tener protagonismo, de hacerse notar, de escalar si pueden, de beneficiarse de una o de varias maneras.

Tiene esta situación y sus promotores algo en común: nada de hondas reflexiones, nada de buscar mitigar el dolor que pueda producir en ciertos individuos de una manera total o parcialmente gratuita. Menos aún se detendrán en averiguar si esa calamidad que enuncian es universal como dicen, si tiene arreglo, si hay algo que empeora la situación, algo que pueda mejorarla. Solo entienden de atribuciones de culpabilidad y, eso, de forma absolutamente genérica y sin ninguna clase de matices.

Cuando se trata de la soledad de los mayores, de los ancianos quiero decir, aprovechan a fondo los tópicos de la moral tradicional –de la que ellos no quieren ni hablar en otras ocasiones, pero que sí que utilizan para insistir en el cuanto peor mejor, hasta el punto de sumergir a los que supuestamente quieren salvar en un abismo sin retorno y sin futuro.

La soledad merece nuestra atención, aunque solo sea porque mucha, muchísima gente se siente desgraciada porque se siente sola: sola y abandonada por todos. En esa situación todo lo que se les ocurre es pensar que una voluntad malévola les ha sumergido en esa desgracia. No ven que nada ni nadie puedan sacarles de ahí. Están convencidos de que algo o alguien podría realmente resolver su problema, salvando la distancia entre ellos y el otro, entre su ser y lo otro.

Les han convencido de que alguien tiene la obligación de hacerlo, de que se lo deben, de que –y esta es la peor deriva– si no lo hacen es por pura maldad. ¡Qué fácil es entregarse a cualquier promesa, a cualquier lucha por “sus derechos”! ¡Qué fácil culpar a quien sea, preferentemente a quienes otros señalan como culpables!

El sentimiento de la soledad, como el del aburrimiento –entre otros– es muy moderno. Lo son tanto que aún podemos creer que no son universales, que no forman parte de nuestra condición de seres humanos en un mundo “que no nos devuelve la mirada”. Aparecen- o deberían- en la adolescencia. Es en la adolescencia cuando en un momento dado e impredecible se abre una grieta que nos rodea por completo y que no podemos saltar, ni reducir de ninguna forma.

Es una experiencia esencial. Estamos solos y el mundo, nuestro mundo, ha dado un paso atrás y se ha quedado al otro lado del foso. Es una experiencia dolorosa y radical; es el golpe definitivo en el dolor de crecer y de abandonar el paraíso de la infancia. He dicho que esto sucede, debería suceder, en la adolescencia y soy muy consciente de que más de uno no reconocerá haber vivido esa primera experiencia filosófica esencial. Son pocos los que viven la adolescencia realmente, quedándose ni se sabe cuánto tiempo en una infancia tardía de la que en otras épocas podían muy bien no salir jamás.

Todo: la cultura tradicional, el trabajo temprano, la falsificación que todo lo inunda, los estudios deshilvanados, los adultos que no tienen nada de adultos los fijaban y los fijan en un desarrollo anterior. Es sintomático que se haya consagrado el término de adultos inmaduros –aunque nunca se precise qué quiere decir exactamente– a pesar de que cada vez sean mayores y peores las consecuencias de ese estado.

La experiencia de la soledad radical del ser humano es de esas que no tienen más que dos salidas: aceptarla o huir de uno mismo intentando escapar a esa evidencia como el niño pequeño que huye de su propia sombra, ignorando que la única salida solo sería la oscuridad total.

El amor nos rescata de la soledad radical, pero solo a condición de fundirnos en el otro y perder la propia identidad. Es el espejismo perfecto, pero ningún espejismo dura lo suficiente. Solo un amor maduro, que acepta su condición de maravilla y la prolonga sin perderse en ella, puede aliviar el sentimiento de esa soledad consustancial a nuestra condición.

La acción nos distrae, los proyectos pueden aliviarnos, el hábito de estar con uno mismo, de disfrutar observando a los otros y siendo testigos del desarrollo infinito de la propia conciencia nos librarán de otras búsquedas enajenadas.

El recuerdo o la espera de un encuentro afortunado nos mantendrán abiertos al otro en el deseo infinito de que un momento de comunicación pueda sorprendernos. Cuando nos abandone quedaremos con la nostalgia pero también con la certeza de que ha sido posible, de que puede ser posible. Mientras tanto viviremos abiertos a todo lo que pueda llegar a nosotros, lejos de los tópicos, los sucedáneos y de todos los que bien quisieran utilizarnos para sus propios fines.

 

Martina Martínez Tuya

Publicado en la Revista de Amaduma nº 50

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