La soledad está en el candelero. Se considera sin más
una tragedia, se utiliza políticamente, se atribuye –como no pocas cosas– a la
sociedad en su conjunto, a todos nosotros, a los ciudadanos en general. Tiene
esta atribución unas características que son comunes a todos los problemas que
de buenas a primeras parece que han surgido y se han extendido como una mancha
de aceite y de los que tendremos que hacernos cargo como sujetos culpables.
Siempre que esto sucede yo percibo un tufillo a grupos
decididos a aprovecharse de la situación y hacer que alguien los subvencione,
no por resolver lo que sea, sino por mover las conciencias para que hagamos
algo al respecto. No se trata de un interés real para que lo que sea se solucione,
ni tampoco de ayudar propiamente a minimizar las consecuencias negativas; se
trata de tener protagonismo, de hacerse notar, de escalar si pueden, de
beneficiarse de una o de varias maneras.
Tiene esta situación y sus promotores algo en común: nada
de hondas reflexiones, nada de buscar mitigar el dolor que pueda producir en
ciertos individuos de una manera total o parcialmente gratuita. Menos aún se
detendrán en averiguar si esa calamidad que enuncian es universal como dicen,
si tiene arreglo, si hay algo que empeora la situación, algo que pueda
mejorarla. Solo entienden de atribuciones de culpabilidad y, eso, de forma absolutamente
genérica y sin ninguna clase de matices.
Cuando se trata de la soledad de los mayores, de los
ancianos quiero decir, aprovechan a fondo los tópicos de la moral tradicional
–de la que ellos no quieren ni hablar en otras ocasiones, pero que sí que utilizan
para insistir en el cuanto peor mejor, hasta el punto de sumergir a los que
supuestamente quieren salvar en un abismo sin retorno y sin futuro.
La soledad merece nuestra atención, aunque solo sea
porque mucha, muchísima gente se siente desgraciada porque se siente sola: sola
y abandonada por todos. En esa situación todo lo que se les ocurre es pensar
que una voluntad malévola les ha sumergido en esa desgracia. No ven que nada ni
nadie puedan sacarles de ahí. Están convencidos de que algo o alguien podría
realmente resolver su problema, salvando la distancia entre ellos y el otro,
entre su ser y lo otro.
Les han convencido de que alguien tiene la obligación
de hacerlo, de que se lo deben, de que –y esta es la peor deriva– si no lo
hacen es por pura maldad. ¡Qué fácil es entregarse a cualquier promesa, a cualquier
lucha por “sus derechos”! ¡Qué fácil culpar a quien sea, preferentemente a
quienes otros señalan como culpables!
El sentimiento de la soledad, como el del aburrimiento
–entre otros– es muy moderno. Lo son tanto que aún podemos creer que no son
universales, que no forman parte de nuestra condición de seres humanos en un
mundo “que no nos devuelve la mirada”. Aparecen- o deberían- en la
adolescencia. Es en la adolescencia cuando en un momento dado e impredecible se
abre una grieta que nos rodea por completo y que no podemos saltar, ni reducir
de ninguna forma.
Es una experiencia esencial. Estamos solos y el mundo,
nuestro mundo, ha dado un paso atrás y se ha quedado al otro lado del foso. Es
una experiencia dolorosa y radical; es el golpe definitivo en el dolor de crecer
y de abandonar el paraíso de la infancia. He dicho que esto sucede, debería
suceder, en la adolescencia y soy muy consciente de que más de uno no reconocerá
haber vivido esa primera experiencia filosófica esencial. Son pocos los que
viven la adolescencia realmente, quedándose ni se sabe cuánto tiempo en una
infancia tardía de la que en otras épocas podían muy bien no salir jamás.
Todo: la cultura tradicional, el trabajo temprano, la
falsificación que todo lo inunda, los estudios deshilvanados, los adultos que
no tienen nada de adultos los fijaban y los fijan en un desarrollo anterior. Es
sintomático que se haya consagrado el término de adultos inmaduros –aunque
nunca se precise qué quiere decir exactamente– a pesar de que cada vez sean
mayores y peores las consecuencias de ese estado.
La experiencia de la soledad radical del ser humano es
de esas que no tienen más que dos salidas: aceptarla o huir de uno mismo
intentando escapar a esa evidencia como el niño pequeño que huye de su propia
sombra, ignorando que la única salida solo sería la oscuridad total.
El amor nos rescata de la soledad radical, pero solo a
condición de fundirnos en el otro y perder la propia identidad. Es el espejismo
perfecto, pero ningún espejismo dura lo suficiente. Solo un amor maduro, que
acepta su condición de maravilla y la prolonga sin perderse en ella, puede
aliviar el sentimiento de esa soledad consustancial a nuestra condición.
La acción nos distrae, los proyectos pueden aliviarnos,
el hábito de estar con uno mismo, de disfrutar observando a los otros y siendo
testigos del desarrollo infinito de la propia conciencia nos librarán de otras
búsquedas enajenadas.
El recuerdo o la espera de un encuentro afortunado nos
mantendrán abiertos al otro en el deseo infinito de que un momento de
comunicación pueda sorprendernos. Cuando nos abandone quedaremos con la
nostalgia pero también con la certeza de que ha sido posible, de que puede ser
posible. Mientras tanto viviremos abiertos a todo lo que pueda llegar a
nosotros, lejos de los tópicos, los sucedáneos y de todos los que bien
quisieran utilizarnos para sus propios fines.
Martina
Martínez Tuya
Publicado
en la Revista de Amaduma nº 50
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