Iluq está ocioso, algo extraño en un esquimal
en el verano ártico. Y no es que le falte la energía necesaria para emprender
los arduos trabajos que un inuit tiene que realizar, durante la estación
estival, con objeto de aprovisionar a su familia de comida que la alimente
durante el largo invierno polar. No se trata de eso. Él es joven y fuerte, es
simplemente que su mente ha dejado de pensar en el futuro, como si ya no
supiera anticipar acontecimientos, predecibles por repetitivos a lo largo de
los numerosos veranos de su vida.
Incluso el presente le resulta a Iluq esquivo. Está en medio de aquella
inmensidad blanca y brillante al débil sol del ártico. A su lado tiene los
aparejos de caza y pesca preparados, pero él permanece sin hacer movimiento o
gesto que indique acción alguna. Se supone que tendría que estar pendiente de
las pequeñas volutas de vapor desprendidas de la respiración de las focas, que
están ocultas bajo el hielo, esperando el preciso momento de cazarlas.
Una extraña
parálisis se ha apoderado de él. No es física; solo una orden que enviara su
cerebro, un simple acto volitivo, y las coordinaciones necesarias entre sus
músculos para cazar se pondrían en marcha. Un engranajes perfecto que domina
con los gestos adecuados a la acción; es
un hábil cazador. Iluq se ha quedado
suspendido, como envuelto en una tela de
araña y, tan frágil, que el más leve movimiento rompería sus hilos. Podía, pero
no quería romperlos. Él no es hombre de complejos soliloquios, apenas los
justos razonamientos relacionados con el trabajo, la dinámica de la vida
cotidiana y de las relaciones
personales, poco más. Una profunda indiferencia y confusión se ha apoderado de
su ánimo. Ese estado mental no le es desconocido; en los últimos años le ha
asaltado esporádicamente, pero esta vez se ha instalado definitivamente en su
ser.
Iluq recuerda con
nostalgia otros veranos, la alegría que se apoderaba de los esquimales nada más
subir las temperaturas y aumentar la luz solar. Famélicos y hambrientos, los
supervivientes del duro invierno polar, recluidos en los iglús casi seis meses,
se afanaban en la caza y la pesca. Los animales eran numerosos, se dejaban
atrapar fácilmente y se encontraban en plena fase reproductiva. Sedna se
mostraba generosa con los inuit, los hombres, y ellos les ofrecían sacrificios
para favorecer la pesca y la caza, con rituales que daban trascendencia a las
costumbres propiciando la supervivencia. Celebraban comilonas tras comilonas,
donde la gula garantizaba la acumulación de nutrientes, calorías y grasas, que sus cuerpos convertirían en reservas para
aguantar hasta el final del largo invierno, cuando los alimentos escaseaban o
se habían consumido. El retraso del verano, por cualquier alteración
climatológica, llevaba la muerte a los iglús. Pocos sobrevivían cuando el frío
se alargaba y no permitía salir en busca del sustento.
La agradable tarea
de rasparse unos a otros las antiguas capas de cebo sobre los cuerpos desnudos,
para aplicar las nuevas capas de grasa, tan necesarias durante las gélidas
temperaturas invernales en las que no eran suficientes las gruesas ropas de
pieles, favorecía el cortejo. Así se
propiciaba la formación de parejas que darían lugar a nuevas familias. Iluq
recuerda que precisamente en ceremonias como ésas, sintió la urgencia de su masculinidad
por primera vez, apenas había iniciado su adolescencia. ¡Ah, que añoranza lo
envuelve al rememorar su iniciación sexual, cuando se bebía la vida con la
pasión del animal joven que era, lleno de esperanza y con la ilusión intacta!
A los esquimales
les llena de extasiada euforia el contacto de piel a piel, experiencia extraña
para ellos, que solo el rostro tienen al descubierto. El verano de su recién
estrenada adolescencia lo guarda Iluq en su memoria y en su corazón. Recuerda
las risas tras chistes o bromas, la abundante comida, el olor ácido del sebo
con el que se untaban los cuerpos y a los jóvenes que, al igual que él,
buscaban intimidad para sus juegos eróticos. Conoció a Runa, su mujer, en un
encuentro estival entre comunidades inuit dedicado al trueque. Sus padres la
habían elegido como esposa de su hijo, tras realizar un ventajoso intercambio
con sus futuros consuegros. Nada más verla, sintió hacia Runa deseo, protección
y cariño. Entonces ella era casi una niña que se mostraba asustada y triste,
ante la perspectiva de abandonar a su familia para siempre e irse a vivir con
unos desconocidos.
Buscando asideros
para agarrarse a la vida, Iluq evoca con ternura los primeros placeres
compartidos con Runa explorando sus cuerpos con curiosidad y pasión. Sin
embargo, también se le hace presente la tristeza por los hijos que perdieron;
solo uno les sobrevivió. Ni siquiera su único hijo y Runa, por él tan amados,
le atan ya a este mundo.
¿Cuándo empezó a
sentirse tan ajeno a la vida? No podría indicar el momento preciso, quizás en
el desasosiego que le producía los encuentros con los misioneros cristianos
y sus leyendas sobre un dios-hombre que
murió y resucitó para salvarlos del mal. Al principio los esquimales, amables y
curiosos por naturaleza, acudían contentos a las reuniones que los misioneros
organizaban. Los extranjeros correspondían dándoles alimentos, pieles y
utensilios. De iguales reclamos, se valían para atraer a sus hijos a la
escuela, donde se les enseñaban cosas inútiles en su medio natural. Los niños y
los jóvenes fueron perdiendo su
identidad, despreciando los viejos mitos y su forma de vida. Se sentían
desgraciados al compararse con otros chicos de mundos dichosos y vidas fáciles,
que aparecían en las imágenes de la “Caja mágica”, que los hacían viajar por
países de ignorada existencia hasta entonces. Regalos envenenados que los
enfrentaban a su destino, haciéndoles desgraciados para el resto de sus vidas.
La fábrica de
salazones y manufacturas del pescado que abrió una gran empresa en el Ártico,
terminó de desubicar definitivamente a Iluq, cuando se vio obligado a emplearse
allí. No pudo soportarlo y abandonó la fábrica. Nunca comprendió que sus
conocidos pudieran permanecer tantas horas en un ambiente cerrado y asfixiante,
como el de la fábrica, dedicados a trabajos tan diferentes a los tradicionales
y a tareas mecánicas, en las que no te medías con una naturaleza desafiante
poniendo a prueba tus destrezas.
Lentamente Iluq va
quitándose la ropa hasta quedar completamente desnudo, como se deja por un
tiempo a los recién nacidos en el iglú, para probar su resistencia y
evitarles, con la muerte, sufrimientos a
los débiles. El inuit va apelmazando la nieve y construyendo un refugio, pero
no recubrirá de pieles su interior, como lo hacía al terminar el hogar de hielo
en el que su pequeña familia se refugiaría del frío y de los depredadores.
Pasea su mirada
por los alrededores, más por costumbre que por curiosidad, y a los lejos
distingue a un oso polar. Se ve que se ha quedado aislado en un islote de hielo
en el mar y navega a la deriva, cada vez
más alejado de la tierra firme. El animal está famélico y permanece sentado y
quieto. Resignado espera la muerte. «¿Cuánto habrá luchado por sobrevivir?», se
pregunta. Iluq reflexiona y concluye que cada vez se reduce la superficie cubierta por la nieve y son continuos los
desprendimientos de bloques de hielo. Los inviernos son menos fríos, el clima
se ha alterado perjudicando los ciclos de los animales y, por tanto, a la caza
y la pesca que alimenta a hombres y animales. Ya no le importa como antes, pero
empatiza con el oso del que se siente hermano y con el que se identifica,
aunque Iluq busca la muerte de un modo consciente y la considera una
liberación.
Veloces han pasado
las horas, el sol de medianoche ofrece un hermoso espectáculo en el horizonte.
Iluq lo contempla extasiado. ¡Ah, los veranos en el Ártico! Experimenta una
leve fisura en su desidia y, por breves segundos, duda de la decisión que ha
tomado. Pero no, éste que ha construido será su último iglú. Da gracias a Sedna
por los momentos felices de su existencia y le pide protección para Runa y su
hijo. Le pesa la tristeza que les va a causar su suicidio.
En el iglú vacío y
desolado, Iluq entra sin ropa ni posesiones. Lanza una última y compasiva
mirada al oso polar, compañero con quien esperar la llegada de la Muerte.
Isabel Anaya
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