09 mayo 2025

EL ÚLTIMO IGLÚ

 

 Iluq está ocioso, algo extraño en un esquimal en el verano ártico. Y no es que le falte la energía necesaria para emprender los arduos trabajos que un inuit tiene que realizar, durante la estación estival, con objeto de aprovisionar a su familia de comida que la alimente durante el largo invierno polar. No se trata de eso. Él es joven y fuerte, es simplemente que su mente ha dejado de pensar en el futuro, como si ya no supiera anticipar acontecimientos, predecibles por repetitivos a lo largo de los numerosos veranos  de su vida. Incluso el presente le resulta a Iluq esquivo. Está en medio de aquella inmensidad blanca y brillante al débil sol del ártico. A su lado tiene los aparejos de caza y pesca preparados, pero él permanece sin hacer movimiento o gesto que indique acción alguna. Se supone que tendría que estar pendiente de las pequeñas volutas de vapor desprendidas de la respiración de las focas, que están ocultas bajo el hielo, esperando el preciso momento de cazarlas.

Una extraña parálisis se ha apoderado de él. No es física; solo una orden que enviara su cerebro, un simple acto volitivo, y las coordinaciones necesarias entre sus músculos para cazar se pondrían en marcha. Un engranajes perfecto que domina con los gestos  adecuados a la acción; es un hábil cazador.  Iluq se ha quedado suspendido, como  envuelto en una tela de araña y, tan frágil, que el más leve movimiento rompería sus hilos. Podía, pero no quería romperlos. Él no es hombre de complejos soliloquios, apenas los justos razonamientos relacionados con el trabajo, la dinámica de la vida cotidiana  y de las relaciones personales, poco más. Una profunda indiferencia y confusión se ha apoderado de su ánimo. Ese estado mental no le es desconocido; en los últimos años le ha asaltado esporádicamente, pero esta vez se ha instalado definitivamente en su ser.

Iluq recuerda con nostalgia otros veranos, la alegría que se apoderaba de los esquimales nada más subir las temperaturas y aumentar la luz solar. Famélicos y hambrientos, los supervivientes del duro invierno polar, recluidos en los iglús casi seis meses, se afanaban en la caza y la pesca. Los animales eran numerosos, se dejaban atrapar fácilmente y se encontraban en plena fase reproductiva. Sedna se mostraba generosa con los inuit, los hombres, y ellos les ofrecían sacrificios para favorecer la pesca y la caza, con rituales que daban trascendencia a las costumbres propiciando la supervivencia. Celebraban comilonas tras comilonas, donde la gula garantizaba la acumulación de nutrientes, calorías y grasas,  que sus cuerpos convertirían en reservas para aguantar hasta el final del largo invierno, cuando los alimentos escaseaban o se habían consumido. El retraso del verano, por cualquier alteración climatológica, llevaba la muerte a los iglús. Pocos sobrevivían cuando el frío se alargaba y no permitía salir en busca del sustento.

La agradable tarea de rasparse unos a otros las antiguas capas de cebo sobre los cuerpos desnudos, para aplicar las nuevas capas de grasa, tan necesarias durante las gélidas temperaturas invernales en las que no eran suficientes las gruesas ropas de pieles,  favorecía el cortejo. Así se propiciaba la formación de parejas que darían lugar a nuevas familias. Iluq recuerda que precisamente en ceremonias como ésas, sintió la urgencia de su masculinidad por primera vez, apenas había iniciado su adolescencia. ¡Ah, que añoranza lo envuelve al rememorar su iniciación sexual, cuando se bebía la vida con la pasión del animal joven que era, lleno de esperanza y con la ilusión intacta!

A los esquimales les llena de extasiada euforia el contacto de piel a piel, experiencia extraña para ellos, que solo el rostro tienen al descubierto. El verano de su recién estrenada adolescencia lo guarda Iluq en su memoria y en su corazón. Recuerda las risas tras chistes o bromas, la abundante comida, el olor ácido del sebo con el que se untaban los cuerpos y a los jóvenes que, al igual que él, buscaban intimidad para sus juegos eróticos. Conoció a Runa, su mujer, en un encuentro estival entre comunidades inuit dedicado al trueque. Sus padres la habían elegido como esposa de su hijo, tras realizar un ventajoso intercambio con sus futuros consuegros. Nada más verla, sintió hacia Runa deseo, protección y cariño. Entonces ella era casi una niña que se mostraba asustada y triste, ante la perspectiva de abandonar a su familia para siempre e irse a vivir con unos desconocidos.

Buscando asideros para agarrarse a la vida, Iluq evoca con ternura los primeros placeres compartidos con Runa explorando sus cuerpos con curiosidad y pasión. Sin embargo, también se le hace presente la tristeza por los hijos que perdieron; solo uno les sobrevivió. Ni siquiera su único hijo y Runa, por él tan amados, le atan ya a este mundo.

¿Cuándo empezó a sentirse tan ajeno a la vida? No podría indicar el momento preciso, quizás en el desasosiego que le producía los encuentros con los misioneros cristianos y  sus leyendas sobre un dios-hombre que murió y resucitó para salvarlos del mal. Al principio los esquimales, amables y curiosos por naturaleza, acudían contentos a las reuniones que los misioneros organizaban. Los extranjeros correspondían dándoles alimentos, pieles y utensilios. De iguales reclamos, se valían para atraer a sus hijos a la escuela, donde se les enseñaban cosas inútiles en su medio natural. Los niños y los jóvenes fueron  perdiendo su identidad, despreciando los viejos mitos y su forma de vida. Se sentían desgraciados al compararse con otros chicos de mundos dichosos y vidas fáciles, que aparecían en las imágenes de la “Caja mágica”, que los hacían viajar por países de ignorada existencia hasta entonces. Regalos envenenados que los enfrentaban a su destino, haciéndoles desgraciados para el resto de sus vidas.

La fábrica de salazones y manufacturas del pescado que abrió una gran empresa en el Ártico, terminó de desubicar definitivamente a Iluq, cuando se vio obligado a emplearse allí. No pudo soportarlo y abandonó la fábrica. Nunca comprendió que sus conocidos pudieran permanecer tantas horas en un ambiente cerrado y asfixiante, como el de la fábrica, dedicados a trabajos tan diferentes a los tradicionales y a tareas mecánicas, en las que no te medías con una naturaleza desafiante poniendo a prueba tus destrezas.

Lentamente Iluq va quitándose la ropa hasta quedar completamente desnudo, como se deja por un tiempo a los recién nacidos en el iglú, para probar su resistencia y evitarles,  con la muerte, sufrimientos a los débiles. El inuit va apelmazando la nieve y construyendo un refugio, pero no recubrirá de pieles su interior, como lo hacía al terminar el hogar de hielo en el que su pequeña familia se refugiaría del frío y de los depredadores.

Pasea su mirada por los alrededores, más por costumbre que por curiosidad, y a los lejos distingue a un oso polar. Se ve que se ha quedado aislado en un islote de hielo en el mar  y navega a la deriva, cada vez más alejado de la tierra firme. El animal está famélico y permanece sentado y quieto. Resignado espera la muerte. «¿Cuánto habrá luchado por sobrevivir?», se pregunta. Iluq reflexiona y concluye que cada vez se reduce la superficie  cubierta por la nieve y son continuos los desprendimientos de bloques de hielo. Los inviernos son menos fríos, el clima se ha alterado perjudicando los ciclos de los animales y, por tanto, a la caza y la pesca que alimenta a hombres y animales. Ya no le importa como antes, pero empatiza con el oso del que se siente hermano y con el que se identifica, aunque Iluq busca la muerte de un modo consciente y la considera una liberación.

Veloces han pasado las horas, el sol de medianoche ofrece un hermoso espectáculo en el horizonte. Iluq lo contempla extasiado. ¡Ah, los veranos en el Ártico! Experimenta una leve fisura en su desidia y, por breves segundos, duda de la decisión que ha tomado. Pero no, éste que ha construido será su último iglú. Da gracias a Sedna por los momentos felices de su existencia y le pide protección para Runa y su hijo. Le pesa la tristeza que les va a causar su suicidio.

En el iglú vacío y desolado, Iluq entra sin ropa ni posesiones. Lanza una última y compasiva mirada al oso polar, compañero con quien esperar la llegada de la Muerte. 

 

Isabel Anaya


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