Mi
pasaporte es argentino, mis orígenes italianos y acabo de llegar a Málaga. Es
mi viaje deseado y prometido a don Pepe, un amigo de la familia que no pudo
volver a su tierra. Malagueño y boquerón, como él decía, y a quien quise mucho.
Cuando era un niño me contó sus recuerdos de esta ciudad que, aún grabados en
mi memoria, han viajado conmigo.
Hoy haré un tour por el centro con la guía del viaje y el grupo al completo. Esta
plaza de la Merced no debe ser la misma que él dejó al marcharse. El banco con
la estatua de Picasso está muy solicitado. Varios turistas esperan su turno
para hacerse un selfie. Veo el gesto
triste de su cara, como resignado a soportar la incesante avalancha. Luego
visitamos su magnífico museo, y al paso, calle Alcazabilla, La Alcazaba y su
Teatro Romano, vestigio de mis antepasados. En calle Granada paramos en El
Pimpi, una bodega y restaurante con aroma a barriles añejos, donde pude saborear
ese moscatel dulce y rubio tan agradable al paladar. En sus laberínticos
salones se nota el paso de su historia. Seguí al grupo mientras nos enseñaban
por fuera los museos previstos para los próximos días. Y llegamos a la calle
del Marqués de Larios y al mercado de Atarazanas, donde palpitan colores y
olores, pregones y mercancías en un entorno tradicional y moderno a la vez.
Hablé
con la guía para comentarle que continuaría la visita solo, así como los días
siguientes. Nos veríamos cada noche en
la cena. Me fui hacia la catedral y, en su patio de los naranjos con el azahar
en flor, pude oler esa Málaga cincelada en mi imaginación por la nostalgia de
un emigrante. Me encantó el gracejo popular de llamarla La Manquita, porque
solo tiene una torre. Su interior no defrauda: es el reflejo del arte gótico,
renacentista y barroco en todo su esplendor, mucho más bella de lo esperado.
El
casco histórico bullía de extranjeros y nacionales que, como yo, querían comer
las llamadas tapas para almorzar. Me senté a degustar esos exquisitos
platos en bocados pequeños. Mientras, pude escuchar la charla de la mesa
contigua. Eran tres señoras de mediana edad, malagueñas por su acento y
conversación: el centro está imposible. Muchos hoteles, museos, guiris por
todas partes y pocas tiendas tradicionales. Parece un parque temático. Al final,
Málaga va a morir de éxito.
Después
callejeé un rato y comprobé la razón de aquellas palabras. La mayoría de los
comercios eran sucursales de franquicias, iguales a las de cualquier ciudad del
mundo, convirtiendo su casco histórico en una copia idéntica a la de otras
latitudes, con la lógica pérdida de su identidad. Afortunadamente, algunos han
mantenido su esencia.
Al
día siguiente decidí ir a Pedregalejo y El Palo, donde don Pepe nació y vivió. Antes
caminé por el Palmeral de las Sorpresas, un paseo junto al puerto impregnado de
una luz única. Desde allí quedé admirado por la silueta del litoral bajo el
celeste de su cielo, difícil de ver en otras urbes. A lo lejos La Farola, en
femenino, como la mar que la rodea, porque así me dijo él que la llamaban desde
siempre.
Dejé
atrás las playas de los Baños del Carmen y llegué a los llamados chiringuitos
de Pedregalejo. Bajo mis pies descalzos sentí la caricia de su arena cálida
mientras crujían sus espumadas olas en la orilla.
A
pesar de los restaurantes llenos de turistas y nacionales, del olor a salitre y
los espetos de sardinas, o quizá por eso, sentí que aquella sí era la Málaga de
mis recuerdos prestados. Con la mano abierta cogí un puñado de arena dejándolo
escurrir entre los dedos, luego metí otro en una pequeña botella de cristal y
la tapé con su corcho. Entonces pensé: don Pepe, aunque tarde, tendrás arena
de tus playas malagueñas.
Esperanza Liñán Gálvez
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