Dámaso Jubrique era un hombre atormentado
en ese momento. Corría, al borde del colapso, hacia Es Vedrá, mientras fuera de
su Alpine 300, la oscuridad le iba ganando la partida a la luz. Algo terrible podía
ocurrir si no llegaba a tiempo, como la otra vez.
Tenía unos sesenta años y una
constitución fuerte. Gastaba unas gafas redondas de lentes oscuros que, lejos
de ser ordinarias, le daba un cierto aire de distinción. Era alto y bien
parecido y tras dos matrimonios y varias relaciones, aún despertaba el deseo en
las mujeres. Lucía una sonrisa dentífrica que dejaba ver una dentadura
perfecta. Esta, junto con los labios, formaban una enseña tricolor que era su
carta de presentación.
Su agitación se había convertido en
angustia conforme anochecía. Tenía que llegar a Es Vedrá como fuera, y pronto.
El pie sobre el acelerador estaba a punto de salir por el motor.
A Dámaso le gustaba su trabajo, en el que
llevaba los últimos veinticinco años. Se desarrollaba en un sitio pequeño, que
además era su vivienda, pero disfrutaba de unos anchos horizontes. Todos los
días la misma rutina, la misma cadencia. Todo pautado y previsible,
reglamentado. Y así era él, recelaba de la excepción y confiaba en la norma, en
cualquier ámbito de su vida. Pero en esta ocasión algo la había roto de forma
inesperada y debía remediarlo antes que fuera demasiado tarde, como la otra vez.
Eso suponía saltarse algunas otras normas, como las de circulación, cosa que
odiaba.
Los faros de su Alpine 300 acuchillaban
ya la oscuridad, densa como la tinta y velada por una fina lluvia, mientras
otra clase de sombra se instalaba en su ánimo. La premonición del fracaso lo
atenazaba. El manto de la noche hacía tiempo que cubría todo y ahogaba su
esperanza. Esta vez no tendría tanta suerte como la anterior. Sería el fin de
su carrera y el principio del infierno. No podía repetirse la historia, tenía
que llegar.
La lluvia ya había tornado de chubasco
a chaparrón, cuando atisbó al fin Es Vedrá. Se mostraba aupada en un
promontorio y llegar a ella ahora constituía su única razón de existir. Si
hubieran anunciado en la radio que una bomba atómica había caído en Madrid o
que se había acabado con las enfermedades, no habría pestañeado más de lo
necesario para seguir conduciendo. Las últimas curvas las dio derrapando y
apenas entreviendo el camino a través de la oscuridad y la cortina de agua.
Por fin llegó a la explanada frente a
Es Vedrá y el chirrido del frenazo quedó opacado por un trueno formidable que pregonaba
la galerna. Saltó del coche y llegó al portal, ya casi empapado. Entró
corriendo en su casa y sin cerrar la puerta se dirigió a un piso superior.
Subió a zancadas las escaleras y encendió una luz. Tras avistar el exterior,
comprobó que todo estaba en orden y comenzó a recuperar su ritmo cardiaco
habitual.
Dámaso bajó ya más calmado al salón,
cerró la puerta de la entrada, se puso otra ropa y se sirvió un generoso vodka
sin hielo. Respiró tranquilo mientras trataba de enviar la angustia recién
sufrida al cajón de las pesadillas y recobrar la rutina que tanto buscaba. Tras
unas hondas respiraciones y varios tragos al licor, que le obligaron a servirse
otro, pareció dar por resuelto el problema. Se sentó en su sillón favorito, encendió
la televisión y se quedó dormido con su ayuda y la del vodka. Cuando se
despertó, la televisión seguía encendida y justo en ese momento mostraban algo que
llamó su atención.
Unos minutos después, se levantó otra
vez alterado, pero ahora más abatido que impetuoso. Se dirigió a un mueble de
un extremo del salón y sacó una vieja Bereta del 38 que guardaba desde hacía
años, cargada. Volvió a sentarse, apuró el vaso, amartilló el arma y se voló la
tapa de los sesos con un disparó en la boca.
Fuera, entre la tempestad, un rayo de
luz seguía barriendo con una cadencia fija los alrededores del lugar.
Fernando
Navarro
Málaga,
diciembre 2022
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