Artículo
de Txetxu Ausín, Científico Titular, Instituto de Filosofía, Grupo de Ética
Aplicada, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS - CSIC), publicado en la
revista digital The Conversation
“Pasito
a pasito, suave suavecito, poquito a poquito”. Es un ritmo machacón que nos ha
acompañado en los últimos tiempos y que ha causado furor en todo el mundo.
El
carrusel del futuro
Quién
le iba a decir a Luis
Fonsi que con Despacito estaba declarando los principios de
un enfoque filosófico para nuestra era, para un tiempo de velocidad y de prisa,
para una modernidad velociferina ―en términos del pensador R. Koselleck-, como
expone Faustino Oncina: “Cada vez gira más rápido el carrusel del futuro,
del futuro presente, al que le es intrínseco una soteriología del
ahora, cuyos coetáneos lo quieren todo y lo quieren ya. Ante este penoso
ejemplo de autodenigración, ¿qué ocurriría si se redujera la velocidad y
redescubriese ese precioso airbag, la lentitud?”.
Vivimos
corriendo, sumidos en la rapidez, la prisa y lo inmediato; el running es
el epítome de nuestro tiempo. Corremos como pollos sin cabeza, viajando hacia
ninguna parte, en una rueda sin fin como ratones de laboratorio. Deprisa, deprisa fue
una polémica y premiada película de Carlos Saura que reflejaba con crudeza la
vida sin destino de unos jóvenes delincuentes del extrarradio madrileño,
acelerados, violentos, sin rumbo (¿como nuestro mundo?).
Se
conoce como la Gran Aceleración al fenómeno de rápidas transformaciones
socioeconómicas y biofísicas que se inició a partir de mediados del siglo XX
como consecuencia del enorme desarrollo tecnológico y económico acontecido tras
el final de la Segunda Guerra Mundial y que ha sumido al planeta Tierra en un
nuevo estado de cambios drásticos inequívocamente atribuible a las actividades
humanas, dando lugar a lo que se conoce como era de los humanos o Antropoceno, caracterizada por el enorme
crecimiento del sistema económico-financiero mundial, el desarrollo tecnológico
y la profunda crisis ecológica y biofísica.
Ante
este panorama apresurado, acelerado, necesitamos parar, sosegarnos,
reflexionar, determinar fines para la vida buena, tomar perspectiva. En este
sentido, la lentitud es tremendamente subversiva. Necesitamos ir más despacio
para poder vivir. Mirar, contemplar, recrearse, fijarse en el detalle, caminar
y no correr, y hacer camino al andar, en palabras del maestro Antonio Machado.
La
razón exige demora
Decía
ya hace unos años Carl Honoré que vivir deprisa no es vivir, es sobrevivir, que
estamos atrapados en la cultura de la prisa y de la falta de paciencia, en un
estado constante de hiperestimulación e hiperactividad que nos resta capacidad
de gozo, de disfrutar de la vida.
Como
ha explicado brillantemente la psicología, la razón exige demora mientras
la prisa nos carga de sesgos y prejuicios. Y aunque nuestro modo de pensamiento
rápido pueda resultar adaptativo en muchas circunstancias, la falta de
reflexión y de sosiego nos aboca a la irracionalidad y a las malas decisiones.
Esto
es realmente peligroso en todo en lo que atañe a la determinación de los fines
y a la organización de la vida en común. Sesgos como los de disponibilidad,
polarización grupal, confirmación, género y raciales, provocan un efecto
deformante sobre el juicio humano que conduce muchas veces a un miedo
excesivo hacia acontecimientos improbables y, a la vez, una confianza infundada
hacia situaciones que plantean un peligro genuino.
La
prisa es llenarse la vida con actividades febriles, velocidad, de suerte que no
queda tiempo para afrontar las verdaderas cuestiones, lo esencial. Sin embargo,
la prisa en la que vivimos no responde casi nunca a que tengamos cosas
importantes que hacer con urgencia, sino a los requerimientos de un modo de
vida que trata de mantenernos distraídos y ocupados todo el tiempo.
La
vida móvil y precaria
Por
un lado, los teléfonos móviles y las redes sociales están diseñados para captar
nuestra atención el mayor tiempo posible y con la mayor intensidad, a fin de
mercantilizar y monetizar esta atención al máximo.
Jonathan
Crary lo ha explicado con
meridiana claridad: la vida sin pausa fomenta “una cultura vacía de
autopromoción y autoabsorción, de una instantaneidad a demanda, de adquirir y
tener manteniéndose aislado de la presencia física de otros y de cualquier
sentido de la responsabilidad que esta pueda conllevar. El sistema 24/7 también
mina la paciencia y la deferencia individuales que son cruciales para cualquier
forma de democracia directa: la paciencia de escuchar a los otros y de esperar
a que llegue el turno para hablar. El problema de esperar, de intervenir por
turnos, está ligado a una incompatibilidad más amplia del capitalismo del 24/7
con cualquier práctica social en la que intervengan el compartir, la
reciprocidad o la cooperación”.
En
su libro 24/7. El capitalismo al asalto del sueño, Crary describe el sueño
como el enemigo del capitalismo turboacelerado de nuestra era del Antropoceno.
Dormir es subversivo, nos libera de una pléyade de necesidades simuladas y su
pasividad intrínseca ocasiona incalculables pérdidas en tiempo de producción,
circulación y consumo: “La mayoría de las necesidades en apariencia irreductibles
de la vida humana -hambre, sed, deseo sexual y, recientemente, amistad- se han
reformulado como formas mercantilizadas o financiarizadas. El sueño plantea la
idea de una necesidad humana y de una temporalidad que no pueden ser
colonizadas y aprovechadas para alimentar el gran motor de la rentabilidad y,
por lo tanto, sigue siendo una anomalía incongruente y un lugar de crisis en el
presente global”.
Por
otro lado, como
recordaba mi colega Rosana Triviño, la falta de seguridad y vínculos
asociados a la esfera laboral, los turnos y los horarios intempestivos, la
incertidumbre, el desajuste entre lo que se demanda que se haga, lo que se
recibe a cambio y lo que se desea hacer, provocan una profunda
quiebra y angustia vital.
Equivocarse
está bien
Es
imposible terminarlo todo en nuestras sociedades del rendimiento, da igual si
nos proponemos mucho o poco. La impresión de no poder concluir nunca algo
satisfactoriamente conduce a un remolino que nos hunde incesantemente. Nos
falta tiempo; para todo lo que hacemos, utilizamos menos tiempo y sin embargo
tenemos menos tiempo que la generación anterior. Cuanto más nos apresuramos,
menos tiempo nos queda. Y el tiempo se convierte en un instrumento de
dominación porque hay una insatisfacción constante por el tiempo
(supuestamente) desperdiciado.
Esto
es lo que pasa con la ciencia y la investigación, como
señalaba Manuel Souto en un reciente artículo en The Conversation.
La ciencia y la investigación necesitan tiempo para pensar, preguntar,
estudiar, experimentar, probar, proponer. Hay que enlentecer los tiempos de la
investigación. La ciencia necesita tiempo para indagar y tiempo también para
fallar.
El
error posee un indudable valor epistémico y moral: reconocer los errores,
corregirlos y repararlos es el fundamento para el cambio, la innovación y la
transformación individual y social. Y es aquello que caracterizaría una
racionalidad crítica y modesta (à la Popper), abierta a la pluralidad, la
contingencia, el disenso y, en definitiva, al futuro.
El
tiempo acelerado
Pero
también es lo que pasa con las relaciones personales, que se han acelerado
igualmente, primando el fast sex aunque ello lleve a un sentimiento
de falta de intimidad y de conexión porque no es posible una fast-track
intimacy. Los seres humanos necesitamos conexiones, deseamos intimidad, pero
las relaciones son complejas y precisan tiempo, trabajo, dedicación y cuidado.
Apelar a la tecnología (como hacen algunos desde webs de citas y contactos) es
una trampa y un engaño. Y más aún, la gente usa muchas veces sus smartphones para
escapar de las demandas de intimidad. Si la primera cosa que usted toca por la
mañana y la última por la noche es su teléfono móvil y no a su pareja, hay un
problema sobre sus prioridades.
Las
facilidades de las que disponemos hoy para comprar, movernos, trabajar,
comunicarnos, son micro-liberaciones que constituyen, por otro lado,
aceleraciones de un sistema que nos aprisiona más fuertemente. Aquello que
parece liberarnos del tiempo y del espacio nos aliena en la velocidad y la
prisa.
La
ilusión de la velocidad es la creencia de que ahorra tiempo. Pero en realidad,
la prisa y la velocidad aceleran el tiempo, que pasa más rápidamente, acortando
los días. Estar con prisa significa hacer varias cosas a la vez y rápidamente y
el tiempo se llena hasta estallar, como
en un cajón mal arreglado donde metes un montón de cosas sin orden ni concierto.
Así,
que ya saben, caminen, no corran, miren, observen, escuchen, reflexionen,
duerman, amen (aunque no sea fácil); la vida es corta como para perderla
corriendo con prisa. Nos lo jugamos todo, la vida personal y el futuro del
planeta.
Des-pa-ci-to.
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