No
resulta agradable vivir en una sociedad ruidosa,
con una contaminación de sonidos que pueden acabar ensordeciéndonos. Los
médicos otorrinos, especialistas en nariz, garganta y oído, advierten acerca
del daño al que no pocos jóvenes se exponen, cuando asisten a las discotecas y
a los conciertos multitudinarios, en los que suele alcanzarse un nivel de decibelios
perjudicial para el futuro de sus oídos. Son esos mismos jóvenes que llevan, durante
horas y semanas, conectados a sus orejas el cable y el auricular procedente del
iPad o el propio móvil telefónico, con un sonido a todo volumen que martillea
temeraria y perniciosamente nuestros frágiles órganos auditivos.
Lo
cierto es que esa contaminación acústica nos
persigue en muchos espacios donde desarrollamos nuestras vivencias. Ya se ha
aludido a los grandes espectáculos musicales, en algunos de los cuales los
asistentes han de introducirse en sus orejas esa bolita de cera o papel que
ayude a reducir la exagerada intensidad en el volumen que emiten los equipos de
sonido. También debería preocuparnos la atmosfera acústica que se alcanza en
los salones de restauración, cuando hay una elevada densidad de asistentes. El
nivel del sonido se va paulatinamente incrementando, a medida que van pasando
los minutos, llegándose a la cómica situación de que no se habla, sino que se
grita, con el ánimo de que la persona que está sentado enfrente de ti (en esas grandes
mesas redondas de 8 o 10 comensales) pueda llegar a entender “algo” de lo que
le estás transmitiendo. Como unos y otros practican esa elevación del volumen
en sus voces, llega un momento en que la atmósfera parece llevar más ruido que
oxígeno, en una clara e ineducada contaminación acústica.
Muchos
de estos problemas y riesgos para nuestros órganos auditivos derivan claramente
de la relajación que hacemos a las normas de una buena o correcta educación. A los mediterráneos se nos
considera como más “chillones” con respecto a los naturales de los países
nórdicos, tal vez por esa psicología del carácter o temperatura atmosférica que
afecta y diferencia a un napolitano con respecto a un londinense, entre otros
ejemplos para contrastar.
Desde
luego algo se podría y debería hacer con este “ruidoso” panorama, claramente
lesivo para nuestra salud. Pensemos en algunas fáciles sugerencias.
Tenemos
que reeducarnos para intentar hablar y comunicar en
voz baja, en el círculo habitual sociolaboral, familiar y vecinal con el
que nos relacionamos y dialogamos. Será una tarea lenta, pero posible y muy
saludable.
Hay
bibliotecas y salones de estudio, en los centros educativos, que tienen
instalado una especie de señalizador cromático o “semáforo” que funciona con un
medidor de sonido. Automáticamente la luz
pasa del color verde, al naranja o rojo, cuando el índice de decibelios alcanza
niveles “contaminantes” para el oído. Esa luz anaranjada o roja te estará
impulsando a bajar el ruido que provocas con tus expresiones.
En
los salones de restauración, además de esos indicadores luminosos que
erróneamente no son aplicados, sería interesante hacer la siguiente prueba:
desde el inicio del banquete o celebración, mantener
en bajo volumen una música ambiental, acústica o sin palabras. No tiene
que ser exclusivamente música orquestal del género clásico, sino otras piezas
de interpretaciones que hagan agradable la estancia, acompañando la ingesta de
los comensales e inhibiendo a muchos de ellos de esa desacertada costumbre de
gritar o chillar, en vez de hablar modulando en tono bajo la intensidad del
volumen. Sería interesante llevar a cabo esta prueba, que podría aliviar la
“jaula de grillos o cotorras” en que se convierte la acústica de estas
celebraciones.
Todavía
el número de vehículos eléctricos que circulan por nuestras calles es
porcentualmente muy bajo. Un coche con motorización
eléctrica apenas suena en su desplazamiento. Incluso has de tener
cuidado al cruzar o al caminar por la calzada porque no los sientes llegar.
Mientras que no alcancemos un número elevado de vehículos híbridos o totalmente
eléctricos por nuestras vías de circulación, será necesario imponer la revisión
de los motores y carburadores de los coches, con cíclica periodicidad. Incluso
penalizando con impuestos aquellos coches que más contaminan, no sólo con el
CO2, sino también con el nivel acústico que provocan. Y ya que estamos en la
carretera, cuidar el tipo de asfalto que se aplican a las arterias viales más
concurridas. De la combinación de asfalto y
neumático puede derivarse una “suciedad” acústica mayor o menor.
Finalizamos
estos comentarios aconsejando, una vez más, la
vuelta a la naturaleza. En los sutiles entornos de los bosques, valles,
montañas y zonas litorales hay ruidos. Pero son sonidos que no molestan, sino
que son incluso gratos para nuestros oídos, haciéndonos sentir, soñar y
disfrutar.
-
El sonido del agua, aquélla que fluye a nuestra visión o esa otra que escuchamos,
pero no la vemos con facilidad.
- La emoción tensional del viento, silbando en su
mayor, o menor desplazamiento eólico. Desde la simple o tenue brisa, hasta la
intensidad de una ventisca.
- La percusión con encanto que realizan las hojas y
las ramas de los árboles, impulsadas por aire que se desplaza de un lugar a
otro.
- El trinar y otros sonidos que realizan los pájaros
y otros animales de la naturaleza, con desigual delicadeza, pero con el “sabor”
mágico de lo natural.
- Y, por último, ese “milagro que se produce cuando
percibimos y sentimos el sonido derivado de la propia ausencia acústica, en los
ambientes silenciosos de la naturaleza. Es el sonido del no sonido.
Verdaderamente “orquestal”, mágico y maravilloso. Es como un lúdico concierto
protagonizado con el sencillo instrumental de los silencios e interpretado con
destreza por los elementos del medio natural.
José
L. Casado Toro
Mayo
2022.
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