Artículo publicado en la Revista Digital The Conversation,
elaborado por Loris de Nardi, investigador en el Instituto Cultura y Sociedad
(ICS) de la Universidad de Navarra
Turquía, Grecia, Italia y España, como todos los
veranos, están ardiendo. Centenares de hectáreas se queman desde el comienzo
del verano, sumándose a las ya convertidas en ceniza. Nada excepcional si se
considera que el clima mediterráneo resulta propenso a los incendios por presentar una vegetación
densa y veranos secos.
Hay evidencias de plantas que colonizaron el medio
terrestre que hoy son carbones fósiles que alimentan los fuegos. ¿Son los
incendios algo normal, entonces? Lamentablemente, no. La gran mayoría resultan
ocasionados por acciones del ser humano. Sin embargo, en las últimas décadas,
algo ha cambiado. Los incendios se han hecho más extensos y destructivos debido
al cambio climático, al aumento de la población y al desarrollo de la
urbanización que determinó, a su vez, el abandono del medio rural.
En España, por ejemplo, se estima que el 96 % de
los grandes fuegos de causa conocida son resultado de malas prácticas del ser
humano. Además, “cada vez hay más grandes incendios forestales que calcinan
superficies superiores a 500 hectáreas. Son de altísima gravedad, con personas
fallecidas, desalojos masivos, pérdidas de bienes y miles de hectáreas
calcinadas”, explican desde Greenpeace España, aunque haya
un menor número, se queman más hectáreas.
Los incendios que hoy en día preocupan por su
excepcional extensión y voracidad a varias comunidades de la cuenca
mediterránea, al igual que el año pasado en la Amazonia y el continente
australiano, tienen que imputarse directamente a la intervención de las
personas en las dinámicas planetarias.
De hecho, los incendios forestales –así como los cada
vez más frecuentes y destructivos huracanes– son signos evidentes que nos
revelan que vivimos en el Antropoceno. Esta era geológica se caracteriza
por el significativo impacto global que las actividades humanas están teniendo
sobre los ecosistemas terrestres.
Desde el comienzo de la Revolución Industrial, nuestra
especie –a modo de fuerza geomorfológica– ha alterado de manera transversal y
desproporcionada todos los procesos físicos del planeta. Lo ha hecho mediante
la extracción y utilización de combustibles fósiles y el incesante aumento de
la productividad industrial, así como con el crecimiento continuo de la
población, entre otros procesos.
Vivir en el Antropoceno significa que la humanidad es
el factor geológico que está interviniendo en la litosfera, la biosfera, la
hidrosfera y la atmósfera. Está provocando así cambios abruptos, por ejemplo,
en el clima, en la conformación del medio natural y en la biodiversidad.
La actividad humana, entonces, contribuye de manera
determinante a las condiciones socioambientales que facilitan los desmedidos
incendios registrados en los últimos años. Ocurre tanto en Europa como en otros
continentes.
El aumento significativo de las temperaturas y de los
periodos de sequías provocados por el cambio climático se ha sumado al
progresivo despoblamiento de las áreas rurales registrado a partir de la década
de los sesenta. Este fenómeno ha provocado que muchos terrenos anteriormente
destinados a uso agrícola terminaran siendo recolonizados por vegetación
particularmente vulnerable al fuego, como matorrales o pinares.
Asimismo, la transición económica de los años sesenta
y los setenta –con el reemplazo de la madera como fuente energética a favor,
por ejemplo, del butano– ha determinado un aumento del material combustible en
la interfaz monte-medio rural. La gente dejó de recolectar leña en los bosques.
Así, los grandes incendios ya no pueden considerarse
meros eventos naturales y, menos aún, deben definirse como desastres naturales.
Estos trágicos acontecimientos, que cada vez azotan con más frecuencia nuestro
alrededor, cuando no amenazan directamente nuestras ciudades, son el resultado
de equivocadas estrategias adaptativas desarrolladas a lo largo de años,
décadas o siglos por la sociedad.
En otras palabras, estos acontecimientos desastrosos
son el resultado de procesos históricos puestos en marcha por las mismas
comunidades que resultan dañadas por ellos. Esto ocurre de igual manera con las
progresivamente más comunes inundaciones (véase lo que ha ocurrido recientemente en Alemania).
Es importante entender que los incendios, inundaciones
y sequías no son la simple consecuencia de manifestaciones naturales, que por
sí mismas podrían resultar inocuas. Son el producto de políticas territoriales
equivocadas, desarrolladas por comunidades que, a menudo, han olvidado su
propia historia reciente. Esta, por sí sola, les habría enseñado los riesgos
presentes en su entorno y los comportamientos que contribuyeron a construirlos.
Elevar los desastres, erróneamente definidos como
naturales, a procesos históricos equivale, por lo tanto, a responsabilizarnos
como sociedad con los desastres pasados y futuros. Al mismo tiempo, a través de
la formación de una sólida memoria histórica, nos permite asentar un terreno
fértil para una gestión apropiada de nuestros territorios y recursos naturales.
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