En estos diez últimos meses, de muy
ingrata pandemia vírica, la sociedad ha tenido que improvisar rápidos e innovadores
aprendizajes que, por insólitos e inesperados, han condicionado y alterado
muchos de nuestros hábitos y formas integradas de comportamiento. Los ejemplos
son numerosos. El uso universal de mascarillas, los antiestéticos saludos con
los codos, el auxilio continuo de geles desinfectantes, las repetidas tomas de
temperaturas en los más diversos centros de reunión, el mantenimiento de
distancias físicas con tus semejantes, el no poder probarte la ropa que deseas
adquirir en los establecimientos comerciales, el encontrarte los lavabos
cerrados al uso clientelar o público, el tener que hacer uso obsesivo de la
telemática como único recurso para resolver problemas y atender obligaciones, el
tener que realizar, absurda y peligrosamente, consultas médicas por teléfono, el
confinamiento en casa y sólo poder pisar la calle en unas horas determinadas
son algunos, entre otros, de los cambios más significados que hemos tenido que
asumir y adaptar en nuestras vidas.
A nadie se le oculta que llevar la boca
y nariz tapada, por una más o menos cromática o artística mascarilla, mientras circulas por la calle e incluso
por los senderos rurales o te encuentras en un lugar cerrado donde haya otras
personas, puede provocar divertidas o anómalas confusiones.
Son errores que, si no son bien interpretados y justificados, perjudican las
armoniosas relaciones sociales. Veamos un muy reciente ejemplo, de uno de estos
equívocos o curiosas inconcreciones del que fui partícipe.
El hecho ocurrió en el último día de la
infausta anualidad 2020. Era una mañana inusualmente fría en Málaga, pues
soplaba de continuo un viento gélido, aunque no había copos de nubosidad que
pudieran impedir la llegada de los no muy intensos pero gratos rayos solares.
En este 31 de diciembre, los únicos comercios en los que se percibía una cierta
atracción para la clientela eran los especializados para la venta de alimentos.
Aun respetando las normativas, las familias deseaban reunirse, en lo posible, celebrando
la entrañable cena y escuchar las míticas doce campanadas, tradicionales
sonidos con uvas que anunciarían la arribada de una nueva y esperanzada anualidad.
En general, el fin de Año se presentaba un tanto desvitalizado, con relación a
los años anteriores, a causa de tantos determinantes impuestos para la
prevención relacional ciudadana.
Tenía decidido dedicar esa mañana al “senderismo
urbano”, saludable actividad para caminar hacia el núcleo o zona antigua de mi
ciudad. Después de un prolongado “callejeo”, tomando algunas fotos interesantes
para la memoria, me encontré en pleno centro tradicional malacitano, en donde
el ambiente era algo más animoso. En una zona concreta confluían, en forma de
estrella urbanística, algunas entrañables calles para mi memoria de la
infancia: Comedias, Plaza de Uncibay y Méndez Núñez, Plaza del Teatro y Tejón
de Rodríguez. Precisamente fue en este punto urbano, cuando un hombre, que ya
me había sobrepasado pues caminaba en dirección opuesta a la mía y que iba
acompañado por una señora (podría ser su mujer) se volvió y a viva voz me
felicitó el buen deseo para el Año Nuevo, saludo al que de inmediato y de forma
educada correspondí, añadiendo “Y que sea bien diferente, a éste que se acaba”.
Mi atento y educado interlocutor iba
como yo bien “embozado”, mantenía sus gafas de sol y cubría su cabeza con una
amplia gorra oscura. Ni en el momento del intercambio de las breves palabras
que cruzamos (era patente que llevaba prisa, pues iba a entrar en el
aparcamiento público municipal ubicado en esta calle) ni en las horas
posteriores al encuentro pude reconocer a la persona que me hablaba. Por su
parte, tal vez me debió identificar por los ojos o la parte superior de la
cabeza. No hubo más palabras entre nosotros, mientras que la señora que iba a
su lado no pronunció frase alguna. Se limitó a inclinar cortésmente la cabeza,
asintiendo a la felicitación expresada por su pareja. En mi respuesta sólo pude
disimular, lo mejor que podía y sabía, pero lo cierto es que no tuve, ni
entonces ni ahora, remota idea acerca de quién podía tratarse. Por supuesto,
tampoco el tono de su voz me era mínimamente familiar a fin de facilitar su
reconocimiento.
He repasado mentalmente sobre antiguos
compañeros de profesión, amigos e integrantes de asociaciones a las que estoy
vinculado, familiares, vecinos, conocidos… pero sin resultado exitoso para la
concreción. Entiendo la lógica de que lo más práctico hubiera sido preguntarle
“Por favor, si no te quitas un poco la mascarilla, no logro reconocerte”. Pero
también es verdad que dicha petición hubiera resultado un tanto descortés y
señal de un proverbial despiste. Quedaba mejor disimular, con esa “infantil” pericia
que dan los años. Tuve que echar mano de ese actor que todos llevamos dentro. Probablemente
esta divertida situación se ha tenido que repetir en numerosas ocasiones, por
las calles, plazas, jardines y paseos de nuestras bellas ciudades, durante esta
etapa (que aún continúa) de los “tiempos de mascarilla” en nuestras vidas.
A estas alturas de la anécdota, me
pregunto por algo que puede ser también real: ¿Y si, por un casual, este señor
y su silenciosa pareja me hubieran confundido con otra persona, más o menos
allegada? La situación se complicaría sin duda para el absurdo. Sea como fuere,
sería un tanto ingrato privar a este amable ciudadano de su buena intención
para saludar amistosamente a sus semejantes. Dejemos que el señor de las gafas
oscuras, amplia mascarilla y gorra semideportiva, continúe feliz con la
oportunidad realizada de los saludos intercambiados. También yo supe estar al
necesario nivel cívico de las circunstancias, a pesar de esas dudas irresolutas
para el reconocimiento. A todos nos puede suceder, en estos tiempos inquietantes para el contagio.-
José L. Casado Toro
Enero 2021
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