16 enero 2021

AQUEL SALUDO, EN EL ÚLTIMO DÍA DEL AÑO

 

En estos diez últimos meses, de muy ingrata pandemia vírica, la sociedad ha tenido que improvisar rápidos e innovadores aprendizajes que, por insólitos e inesperados, han condicionado y alterado muchos de nuestros hábitos y formas integradas de comportamiento. Los ejemplos son numerosos. El uso universal de mascarillas, los antiestéticos saludos con los codos, el auxilio continuo de geles desinfectantes, las repetidas tomas de temperaturas en los más diversos centros de reunión, el mantenimiento de distancias físicas con tus semejantes, el no poder probarte la ropa que deseas adquirir en los establecimientos comerciales, el encontrarte los lavabos cerrados al uso clientelar o público, el tener que hacer uso obsesivo de la telemática como único recurso para resolver problemas y atender obligaciones, el tener que realizar, absurda y peligrosamente, consultas médicas por teléfono, el confinamiento en casa y sólo poder pisar la calle en unas horas determinadas son algunos, entre otros, de los cambios más significados que hemos tenido que asumir y adaptar en nuestras vidas.

A nadie se le oculta que llevar la boca y nariz tapada, por una más o menos cromática o artística mascarilla, mientras circulas por la calle e incluso por los senderos rurales o te encuentras en un lugar cerrado donde haya otras personas, puede provocar divertidas o anómalas confusiones. Son errores que, si no son bien interpretados y justificados, perjudican las armoniosas relaciones sociales. Veamos un muy reciente ejemplo, de uno de estos equívocos o curiosas inconcreciones del que fui partícipe.

El hecho ocurrió en el último día de la infausta anualidad 2020. Era una mañana inusualmente fría en Málaga, pues soplaba de continuo un viento gélido, aunque no había copos de nubosidad que pudieran impedir la llegada de los no muy intensos pero gratos rayos solares. En este 31 de diciembre, los únicos comercios en los que se percibía una cierta atracción para la clientela eran los especializados para la venta de alimentos. Aun respetando las normativas, las familias deseaban reunirse, en lo posible, celebrando la entrañable cena y escuchar las míticas doce campanadas, tradicionales sonidos con uvas que anunciarían la arribada de una nueva y esperanzada anualidad. En general, el fin de Año se presentaba un tanto desvitalizado, con relación a los años anteriores, a causa de tantos determinantes impuestos para la prevención relacional ciudadana.  

Tenía decidido dedicar esa mañana al “senderismo urbano”, saludable actividad para caminar hacia el núcleo o zona antigua de mi ciudad. Después de un prolongado “callejeo”, tomando algunas fotos interesantes para la memoria, me encontré en pleno centro tradicional malacitano, en donde el ambiente era algo más animoso. En una zona concreta confluían, en forma de estrella urbanística, algunas entrañables calles para mi memoria de la infancia: Comedias, Plaza de Uncibay y Méndez Núñez, Plaza del Teatro y Tejón de Rodríguez. Precisamente fue en este punto urbano, cuando un hombre, que ya me había sobrepasado pues caminaba en dirección opuesta a la mía y que iba acompañado por una señora (podría ser su mujer) se volvió y a viva voz me felicitó el buen deseo para el Año Nuevo, saludo al que de inmediato y de forma educada correspondí, añadiendo “Y que sea bien diferente, a éste que se acaba”.

Mi atento y educado interlocutor iba como yo bien “embozado”, mantenía sus gafas de sol y cubría su cabeza con una amplia gorra oscura. Ni en el momento del intercambio de las breves palabras que cruzamos (era patente que llevaba prisa, pues iba a entrar en el aparcamiento público municipal ubicado en esta calle) ni en las horas posteriores al encuentro pude reconocer a la persona que me hablaba. Por su parte, tal vez me debió identificar por los ojos o la parte superior de la cabeza. No hubo más palabras entre nosotros, mientras que la señora que iba a su lado no pronunció frase alguna. Se limitó a inclinar cortésmente la cabeza, asintiendo a la felicitación expresada por su pareja. En mi respuesta sólo pude disimular, lo mejor que podía y sabía, pero lo cierto es que no tuve, ni entonces ni ahora, remota idea acerca de quién podía tratarse. Por supuesto, tampoco el tono de su voz me era mínimamente familiar a fin de facilitar su reconocimiento.

He repasado mentalmente sobre antiguos compañeros de profesión, amigos e integrantes de asociaciones a las que estoy vinculado, familiares, vecinos, conocidos… pero sin resultado exitoso para la concreción. Entiendo la lógica de que lo más práctico hubiera sido preguntarle “Por favor, si no te quitas un poco la mascarilla, no logro reconocerte”. Pero también es verdad que dicha petición hubiera resultado un tanto descortés y señal de un proverbial despiste. Quedaba mejor disimular, con esa “infantil” pericia que dan los años. Tuve que echar mano de ese actor que todos llevamos dentro. Probablemente esta divertida situación se ha tenido que repetir en numerosas ocasiones, por las calles, plazas, jardines y paseos de nuestras bellas ciudades, durante esta etapa (que aún continúa)  de los “tiempos de mascarilla” en nuestras vidas.

A estas alturas de la anécdota, me pregunto por algo que puede ser también real: ¿Y si, por un casual, este señor y su silenciosa pareja me hubieran confundido con otra persona, más o menos allegada? La situación se complicaría sin duda para el absurdo. Sea como fuere, sería un tanto ingrato privar a este amable ciudadano de su buena intención para saludar amistosamente a sus semejantes. Dejemos que el señor de las gafas oscuras, amplia mascarilla y gorra semideportiva, continúe feliz con la oportunidad realizada de los saludos intercambiados. También yo supe estar al necesario nivel cívico de las circunstancias, a pesar de esas dudas irresolutas para el reconocimiento. A todos nos puede suceder, en estos tiempos inquietantes para el contagio.-

José L. Casado Toro

Enero 2021

 

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