22 enero 2017

ANTIOXIDANTES


En casi todo lo que nos rodea, a nivel alimentario o estético, parecen estar presentes los antioxidantes, ya sean naturales o artificiales. Desde que se convirtieron en protagonistas, no podemos vivir sin ellos. Son buenos para combatir el envejecimiento de las células y siempre han estado en nuestras vidas, porque eso de luchar contra los radicales libres y lo de pasar de jóvenes a viejos no es un proceso de anteayer. Pero antes no los tuteábamos, ni siquiera nos los habían presentado.


La publicidad en las etiquetas de los productos alaban sus virtudes como salvaguardas de una salud que queremos mantener a toda costa, con largas descripciones y letra minúscula, como queriendo liderar una cruzada contra el óxido. Cuando las leo, quizá por asociación de ideas, me viene a la memoria el personaje del Hombre de hojalata, del Mago de Oz.


Tenemos que agradecer a la ciencia que ha puesto al alcance de nuestras manos el poder relativo de luchar contra el deterioro de nuestro cuerpo físico con todo un ejército de antioxidantes: soldaditos invisibles para combatir el inevitable efecto del tiempo. La duda nos asalta, pero «el por si acaso» deshace a menudo el efecto camelo.
Una vez, más o menos, controlado el envoltorio y los órganos internos hasta donde alcanzan nuestras posibilidades, queda una pregunta flotando en el aire. ¿Existen los antioxidantes del alma? Porque seguro que se oxida a la par que el cuerpo, pero haciendo menos ruido. Sus chirridos no suenan como bisagras viejas. Es sigiloso y la invade como un estratega bien entrenado que gana terreno con cada fracaso. La rutina impide advertir los síntomas para prevenirlos hasta que el alma se desnorta convertida en chatarra. Apacigua las ganas de vivir, aleja las ilusiones del horizonte y la convierte en un amasijo enmohecido.
¿Hay alguna receta magistral para esos seres humanos que, sin ser almas viejas, parecen estar llenos de herrumbre por dentro?

Esperanza Liñán Gálvez


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