En esta época tan
avanzada de los medios audiovisuales, la comunicación no verbal sigue tan
vigente como siempre, aunque con alguna variante. Mientras en las redes
sociales se imponen los mensajes con pocos caracteres, casi siempre indescifrables,
salvo para los twitteros expertos o «carrozas actualizados»,
todos acechamos el movimiento oportuno
de nuestro ocasional interlocutor para que nos cuente lo que no nos dicen sus palabras.
El lenguaje gestual es inherente
a los seres vivos. No tenemos más que observar a nuestras mascotas cómo
consiguen que las comprendamos sin hablar: con un movimiento de cola o
ronroneando a nuestro alrededor nos expresan sus sentimientos sin disfrazarlos.
Los seres racionales,
unos más que otros, hemos refinado con
la práctica esa cualidad tan certera de comunicarnos sin palabras: Una caída de
ojos. El mesado de una melena. La calidez de una mano. La intensidad de una
mirada. La forma de sentarnos según cruzamos o no las piernas. El manoteo que
acompaña nuestros argumentos cuando queremos reafirmarlos. Todo movimiento
corporal, según dicen los expertos, tiene su significado.
En esa dualidad que cada hecho contiene, amparados por competentes
estudios y después de analizar muchos resultados, han surgido los imitadores de
gestos profesionales. Con el
asesoramiento de un buen «coach»
-otro reciente término anglosajón que
ha calado con fuerza en nuestro vocabulario-se han propuesto ampliar el
espectro de mentiras escenificándolas con el ademán correcto, para hacerlas
pasar por una manifestación sincera.
Es una lástima, porque hasta hace bien poco era lo
más seguro cuando el instinto nos decía que las palabras que acabábamos de
escuchar nos parecían inciertas. Ahora
tampoco podemos fiarnos de esas señales que emiten los cuerpos de una forma
casual, ya que a través de talleres especializados en las más importantes
asignaturas de vida, les enseñan a las cabezas, más o menos amuebladas, cómo
deben moverse para conseguir sus propósitos. Aunque, a decir verdad todos nos
hemos cruzado con verdaderos especialistas a lo largo de la vida que dejaría
como aprendiz al mejor de los «coach».
¡Qué pena que se pierdan
en el limbo del comportamiento los gestos heredados! Ya dudaremos al decir eso
de: «Míralo, se mueve igualito
que su padre».
A juzgar por lo cara que se vende la sinceridad en
nuestros días, quizá tendremos que ejercer de Sherlock Holmes y volvernos cada vez más sagaces a la hora de juzgar el lenguaje corporal y
los mensajes subliminales de los semejantes que no nos inspiren demasiada confianza.
También podemos echarle paciencia y hacer caso a
nuestro sabio refranero: «Más tarde o más temprano, a todo el mundo se le ve el
plumero».
Esperanza Liñán Gálvez
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