Al citarme el dentista para una revisión el uno de abril,
estuve a punto de decirle: -Ese día es fiesta- No dije nada, pero vinieron a mi mente los
primeros de abril de mi infancia que sí eran festivos. Se
conmemoraba el día de la Victoria. Cuando
en 1939 con el discurso ”Cautivo y desarmado el Ejército Rojo…” Franco dio por
terminada la Guerra.
La víspera de los aniversarios de esa efeméride, la maestra
nos decía en clase que “el Generalísimo Franco, tras el glorioso Alzamiento Nacional del dieciocho de
Julio de 1936, después de casi tres años
de cruzada, en heroica lucha, había vencido a los rebeldes rojos enemigos de la Patria”.
Nos explicaba la heroicidad del general Moscardó, que en el Alcázar de Toledo resistió
el asedio del ejército rojo y no se rindió ni
matándole a su hijo, mártir por la causa
de su padre. Nos hablaba del asesinato de José Antonio Primo de Rivera,
fundador de la Falange, de Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma, y de otros héroes y mártires
caídos por Dios y por España. Al finalizar
la clase, cantábamos con el brazo en alto Cara al sol.
Mientras la escuchaba atenta, dentro de mí se iba acrecentando una duda ¿Quién decía la verdad,
mi padre o la maestra? Porque mi padre contaba otra versión bien distinta. Para
él, los rebeldes eran los que se
sublevaron contra el legítimo gobierno de la República. Para él, José Antonio
fue ejecutado por la negativa de Franco a canjearlo por el hijo de Largo
Caballero “quitándose de en medio a quien podía hacerle sombra”.
Reconociendo el valor y el sacrificio de Moscardó y el
martirio de su hijo, para mi padre también
eran mártires los soldados, algunos casi niños, que se vieron arrastrados a la sin razón de
una guerra fratricida en la que pasaron hambre, frío y toda clase de
calamidades y en la que muchos perdieron la vida o se enfrentaron en alguna
batalla con sus hermanos, como pudo sucederle a él con su hermano Manuel. También
lo eran las miles de personas civiles que, sin intervenir en nada, enfermaron y
murieron en las cárceles, en las tapias de cualquier cementerio, al borde de un
camino, o sepultados por los escombros en sus casas, y todos los españoles que
se vieron forzados a marcharse al exilio
dejando atrás su familia, sus recuerdos y su patria.
Los héroes y los mártires de mi padre no tuvieron coronas de
laurel, fueron anónimos y silenciados. Fueron
las víctimas desconocidas que cayeron entre tanta muerte, hambre y represión.
Hoy, con la perspectiva que dan los setenta y cinco años transcurridos de esos
acontecimientos, no soy capaz de evaluar objetivamente de qué forma ha
calado en mí lo que escuché en mi niñez, ni de qué manera ha
influido con posterioridad en lo que pienso
y en lo que siento.
Sé que en la Historia no hay marcha atrás por muy trágicos
que sean los hechos. Y aunque piense que
el primero de Abril nunca debió ser festivo, porque tres años antes no debió
tener lugar la rebelión del dieciocho de
Julio, la realidad es que ambos hechos son históricos y que han sido analizados por estudiosos de diferentes
ideologías y desde distintos prismas. Luego, la gente que no los vivió en primera persona, por lo que vio y oyó en su entorno,
se sensibilizó más o menos ante determinadas situaciones.
Yo no puedo justificar la guerra, ni puedo mirar sin
estremecerme las escenas de la Desbandá,
ni las de la huida de miles de mujeres y niños harapientos, de ojos tristes y rostros famélicos, arrastrando sus
escasas pertenencias en un intento desesperado por alcanzar la frontera
francesa, como los soldados perdedores, muchos, heridos o mutilados.
Por extensión y similitud, me emociono ante los reportajes de los éxodos de cualquiera de las guerras que en la
actualidad existen y nos muestra televisión. Cuando en las caravanas de los que huyen veo el miedo
y el desamparo reflejados en sus miradas de tristeza, no puedo evitar que se me
haga un nudo en la garganta y los ojos se me nublen.
Amalia Diaz
12 de marzo de 2014
Es una de las mayores ignominias: la historia contada por los vencedores en las mentes, aún inmaculadas, de un niño.
ResponderEliminar