16 mayo 2012

CRONICA DE UNA PRIMERA COMUNION

Me invitaron a una comunión. Hacía tiempo que no iba a ninguna y no imaginaba que se habían producido tantos cambios en ella.
El día, a pesar de ser mayo, amaneció con una copiosa lluvia lo que obligó a todos los padres y niños participantes a mirar al cielo casi en rogatoria antes de salir; pidiendo que cesara de llover al menos, hasta que acabara la ceremonia religiosa. Era normal porque de lo contrario hubiera deslucido mucho el vestido de las niñas que debían ir levantándolos para no pisar los charcos y embarrarlos, lo mismo que los bajos de los pantalones de los chicos. Sin mencionar los zapatos blancos que se hubieran convertido en barcas de chocolate. Se acercaba la hora de la ceremonia y el cielo seguía encapotado con una promesa de lluvia inminente.
Todo debía salir perfecto y había que seguir el orden establecido, tal como lo ensayaron varios días antes, porque la primera comunión hoy en día se rodea de la misma parafernalia que la celebración de una boda. Es una más de las costumbres norteamericanas arraigadas entre nosotros, tanto como los burguers.
Las madres se ufanaban en dar los últimos toques a sus retoños para la entrada triunfal, mientras los padres seguían hablando del coche que se habían comprado, y que por supuesto consiguieron subir hasta el final de la empinada cuesta donde estaba la capilla, para que su familia no se mojara y poder seguir alimentando sus egos, tan inflados como los airbags de los vehículos.
Los niños pasaron detrás de unas improvisadas bambalinas hasta que todos los familiares y amigos estuvieron debidamente ubicados en los que parecían ser sus asientos.
Los primeros bancos estaban reservados para los padres de los quince o diecisiete niños que iban a recibir la Primera Comunión. Los siguientes, con sus correspondientes pegatinas, indicaban el nombre de los familiares de fulano o mengano que podían sentarse allí y a continuación estaban los bancos sin nombre para familiares lejanos o amigos indeterminados.
El problema surgió porque muchos se sentaron donde no estaba el apellido de su familia. Por supuesto llegó el familiar reclamando su banco, la persona que lo ocupaba se levantó de mala gana y como resultado dos o tres hileras de bancos estaban ocupadas por inquilinos equivocados. Al parecer había muchos despistados en la ceremonia, porque no quiero pensar que no sabían leer. Entonces esas personas debieron volver a sentarse o en su defecto, quedarse como espectadores de pie al final de la Iglesia con rostros algo contrariados.
Los niños mientras tanto, seguían esperando que todo aquello se arreglara para poder hacer su paseillo particular y como no se conseguía orden; salió una monja vestida de seglar, lo que deduje por su aspecto y su don de mando, tocando las palmas aquí y allá puso a todo el mundo firme, pero el murmullo seguía como si se tratara de un ruido zumbón que se negaba a parar.
A las doce en punto aparecieron los protagonistas con un librito entre las manos que no era un misal, sino el guión de la Primera Comunión, ya que todos tenían ahí anotadas las canciones y cuando les tocaba intervenir a lo largo de la ceremonia. Los primeros de la fila respiraron hondo y, con caritas de preocupación empezaron a caminar desde la puerta de la Iglesia hacia el altar.
Los nervios no eran sólo por la ceremonia, sino por el miedo a desafinar o trabarse con las palabras haciendo el ridículo delante de tantos asistentes.
No pude evitar pensar: ¿Dios mío, estás viendo en lo que se ha convertido este sacramento? Seguro que cuando repartías el pan y el vino en la última cena, no podías imaginar que la simbología de aquel gesto llegaría a ser una representación tan lejana de su origen.
Mientras yo divagaba en mis pensamientos, el sacerdote, en vista de que no se hacía el silencio dijo: «Hoy hemos venido a escuchar a Dios, para escuchar al que tenemos al lado del banco, hay muchos días en el año». Con esta frase consiguió algo de atención hasta que los niños empezaron a cantar y a leer partes del evangelio.
El mencionado sacerdote, supongo que se crece en ocasiones como ésas en las que la iglesia está llena y como sabe que inexorablemente todo el mundo tiene que esperar hasta el final; se eterniza en su homilía y se regodea en cada frase e invitación a que los niños suban y se pongan frente al atril para demostrar sus habilidades de cantores.
Luego llegó lo de las ofrendas: los niños bajaron a recoger varios elementos que ofrecían a Dios, como: flores, aceite y agua, y un balón de reglamento de fútbol que (según pregunté después) representaba el juego. ¡Para que digan que la Iglesia no se actualiza!
Por fin llegó el momento de la comunión, incluyendo esa extraña costumbre de «darse la paz», o sea: darle la mano o dos besos al que tienes enfrente, o al lado, aunque no lo conozcas de nada. Otra adaptación de la misa, a la que no me acostumbro.
Después de una hora terminó el evento. Para el público en general fue larga, pero me imagino que para los protagonistas del espectáculo debió ser como alcanzar la eternidad.
Una vez que cantaron y recitaron todo el guión, esbozaron una aliviada sonrisa por haber cumplido su cometido sin demasiados tropiezos.
Como broche final, el cura o maestro de ceremonias en esa ocasión, ordenó una foto delante del altar con todos los niños, monjas y catequistas.
Ya cumplido el último requisito, salieron ordenadamente, cantando por el pasillo central de la Iglesia hasta llegar al final donde en tropel dieron rienda suelta a su naturaleza infantil; gritando y dando saltos de alegría.
Uno de ellos preguntó, quizás influenciado por el soniquete de sus padres: « ¿Sigue lloviendo?» Otro contestó: «A mí no me importa, yo lo celebro en los salones de un hotel».
Y dijo otro: «Yo también». Se escucharon otras voces de fondo, que con la cadencia de un eco repitieron: «Y yo, y yo»...
¿Dónde quedó aquella ceremonia recogida en la Iglesia del barrio y con el cura de toda la vida? ¡Y qué rico era aquel desayuno de chocolate con churros en familia o con los compañeros del colegio!
Hay quienes piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor. Yo creo que no es mejor ni peor. Es distinto, y si algo podemos afirmar con seguridad es que no volverá.


Esperanza Liñán Gálvez




2 comentarios:

  1. Esperanza, tu crónica no puede ser más acertada. A últimos de abril tuve que vivir esas mismas vivencias, que también describes en tu comentario,y la verdad que el acto no me recordó para nada mi primera comunión. Sólo, que la hice con mi hermano Laureano, que era un año menor que yo, y la muchacha de mi madre nos fue llevando casa por casa para que nos vieran vestidos de comunión ¡Qué absurdo!
    Un beso.

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  2. Gracias Maruja por tus palabras. A mí también me llevaron vestida de comunión a ver a la familia y a muchos kilómetros de distancia. Otros tiempos, otras costumbres. Me alegra que estés de acuerdo con esta crónica, que solo ha intentado retratar otra época. Un beso también para tí. Esperanza.

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