20 diciembre 2011

OBJETOS PERDIDOS

Lucía estaba un poco angustiada la otra tarde cuando nos vimos en la cafetería y empezó a confesarme su manía de acumular cachivaches, pero me tranquilizó al decirme que no tenía el Síndrome de Diógenes; quizás era otro, todavía sin catalogar por los sesudos científicos y que no guardaba cosas materiales.
Después de algunos pastelitos árabes, seguidos por otros de chocolate, convenientemente regados con un té moruno y dos copas de licor de crema irlandesa, empezó a contarme y a contagiarme su inquietud:
—Yo no sé si a otras cabezas les pasa lo mismo que a la mía. Tiene un compartimento que es como una caja, con la etiqueta de: objetos perdidos, a la que van a parar todas aquellas cosas que no puedo o no quiero recordar; llevan ahí mucho tiempo y nadie las ha reclamado, ni falta que hace.
Seguí escuchándola sin perder puntada, porque eso es lo que hacen las buenas compinches y además se veía a las claras que lo necesitaba.
—Cuando hablo con amigas de mi edad y me recuerdan que estuve en tal o cual sitio, les regalé aquel pañuelo para su cumpleaños, el vestido de boda de su hermana la pequeña… A esa altura de la conversación y como no tengo repajolera idea de lo que están hablando, me pongo a mirar al repartidor de refrescos que ha aparcado en doble fila, la furgoneta del panadero que ocupa el paso de peatones o la acera que está hecha unos zorros, con más agujeros que un terreno minado. Entonces ellas siguen insistiendo y al ver mi cara de desconcierto, me espetan con esa coletilla que escucho mucho últimamente sobre mi falta de memoria:
—¡Sí, Lucía, cuando estuvimos en Tenerife! Parece mentira que no te acuerdes, tendrás que hacer algo al respecto.
—La verdad es que he estado allí cinco o seis veces. Me enamoré como una loca de un canario, eso sí lo recuerdo, aunque después me rompió el corazón; solo entonces fue a parar a la caja, pero me acuerdo de lo más importante: dejó muy alto el pabellón insular.
Como veía que mi amiga empezaba a sacar los objetos perdidos de su caja, enseguida empecé a pensar en la mía; porque no nos engañemos, todos tenemos ese archivo personal e intransferible que a veces es mejor no abrir. Entonces le pregunté por una respuesta más que segura:
—¿No me digas que has abierto la caja?
—Sí, y lo peor de todo es que ahora no puedo parar.
—Camarero, por favor traiga dos copas más de lo mismo. —fue lo único que se me ocurrió decir sin dejar de prestarle atención a Lucía.
Y ella siguió recuperando sus objetos, sin orden de aparición, tal cual iban llegándole a escena:
Mi primer beso de amor: lo recuerdo perfectamente, me pareció horrible. El chico tampoco era un experto y me decepcionó con una torpe muestra de lo que había visto hacer a escondidas a mi prima Carmen, mejor que en cualquier película. Menos mal que solo lo mandé a él a la caja; creo que fue una medida prudente, porque a besar, como a muchas cosas en la vida, se aprende con la práctica. Ha llovido mucho desde entonces y de momento tengo el libro de reclamaciones en blanco.
Novios: algunos de los que no recuerdo sus nombres; por lo que imagino que no significaron mucho en mi vida. Seguro que están con esas amigas roba-novios que te los quitaban al primer descuido.
Mi media naranja: al principio creía que era mi marido, pero después del divorcio y de lo que voy encontrando por ahí, estoy completamente segura de que han hecho un zumo con ella.
Compañeros de trabajo: la mayoría, a los que enseñé todo lo que me había costado años y esfuerzo aprender, pero que enseguida se lo apropiaron, en busca de ascensos y reconocimientos.
Fantasmas: seguro que hay una gran legión, pero no de los aparecidos, sino de los que quieren parecer y no pueden.
Sueños e ilusiones: debe haber muchos, porque cuando van a parar ahí, es porque ya son inviables; el tiempo y el curso de la vida determinan su existencia. Pero otros, aún pueden cumplirse y estoy en ello.
Lo bueno de esta caja es su flexibilidad, apenas ocupa espacio y se estira a conveniencia, lo que es de agradecer, porque cada día llega algo nuevo buscando un hueco.
Después de esta última observación, Lucía hizo una larga pausa; pensé que ya había terminado y me disponía a pedir la cuenta cuando me sorprendió con este razonamiento:
—No creas que he querido contártelo solo para desahogarme, también quiero hacerte cómplice de todo lo que tengo ahí guardado, porque a veces me da miedo de que ese personaje con apellido alemán que según dicen está agazapado al lado de la caja, apriete la tapa con fuerza para que nada se escape y no me deje rescatar mis recuerdos. No pienso dejar que ningún intruso la maneje; es mi cabeza y mi caja de objetos perdidos. Sólo yo tengo el derecho y la libertad de echar o sacar cosas de ella según me convenga y quiero contar contigo por si te necesito para seguir haciéndolo…


Esperanza Liñán Galvez


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