18 noviembre 2008

EL RELOJ QUE QUERIA CAMBIAR EL CURSO DEL TIEMPO.


He de confesarlo: no soy un reloj moderno, digital, con las horas iluminadas en color rojo destacando en una pantalla negra y alargada. Soy redondo, mas bien ventrudo, mi envoltura es metálica, y amarillea en algunas zonas; el cristal que protege mis oscuros y grandes números está ya algo opaco, pero aún se perciben con mucha claridad. Me coronan dos pequeñas campanitas y un asa con la que me transportan a veces de un lado a otro. Sé que mi sonido es un repiqueteo machacón y destemplado, pero eso sí, soy muy cumplidor y nunca fallo en mi cometido.

Si he de contarles mi historia, es imprescindible que lo haga de un modo honesto y les ponga en antecedentes de mi aspecto exterior. No es mi deseo engañarles. No ignoro que la mayor parte de los compañeros de mi generación, hace mucho tiempo que terminaron en la basura, o duermen el sueño de los justos en estanterías llenas de polvo, olvidados en alguna vieja relojería.

Son las siete de la mañana. Discúlpenme unos momentos, por favor. He de cumplir con mi trabajo.

-¡Ring, ring, ring!- Cada día mi tono es un poco más ronco y abrupto. Soy consciente de ello, pero ¿qué les voy a decir?. Son los años, que no perdonan.

-¡Joder, con el trasto éste! ¡Esta mujer y sus manías! ¿Marta, cuando te decidirás a cambiarlo por el que compré y que has guardado en el trastero sin abrir siquiera la caja?-

El que está haciendo el comentario de un modo mas bien grosero, es Antón, el marido de mi dueña. A él también le ha cambiado la voz. Recuerdo aquella inflexión dulce y varonil del comienzo de su matrimonio, cuando le conocí por primera vez. Era un joven alto y esbelto, que miraba arrobado a la muchacha de ojos grandes y oscuros, de sonrisa tierna y pícara a la vez; aquella muchacha a la que yo despertaba cada mañana con mi mejor sonido. La veía desperezarse, saltar de la cama, sonreír, agitar su larga melena de un color castaño dorado, y recriminarme dulcemente con su dedo índice: “¡Ay traidor! ¿tú nunca duermes, verdad?” Y a continuación la oía canturrear en el baño una canción que estaba de moda entonces y que yo creía que me dedicaba: “reloj no marques las horas, porque voy a enloqueceeer...”

Sé que ustedes no se lo van a creer, pero yo estaba locamente enamorado de ella. Me gustaba tanto su alegría, aquel cuerpo grácil de adolescente, su sonrisa amplia y contagiosa, su ternura, y también su determinación, su coraje, y en ocasiones, hasta su terquedad. Cuando se hallaba convencida de algo, resultaba muy difícil conseguir que cambiara de opinión. Yo fui testigo de sus largos suspiros nocturnos cuando el amor la atrapó en sus redes, de aquel desasosiego que se apoderó de ella, de su alegría nerviosa y del llanto fácil que brotaba en ocasiones de sus ojos. ¡Que celoso me sentí!

Y también presencié el enfrentamiento con su familia, la oposición de ésta a su relación con Antón: “Hija, créenos, no es el hombre adecuado para ti”. Fueron tiempos muy duros. Oía sus sollozos debajo de la almohada, la desgana con la que cortaba el timbre de mi voz al despertarla, y la ausencia de sus canciones mientras se aseaba. ¡Hubiera deseado tanto consolarla!

Y una mañana, con fría obstinación vi como llenaba una pequeña maleta con la ropa y enseres más precisos. Yo la observaba tenso, temiendo que me olvidara. En el último momento, me tomó entre sus manos y me besó: “Tú marcarás siempre el ritmo de mi vida”. Y oí el golpe seco de la maleta cerrándose conmigo dentro.

Hemos recorrido un largo camino juntos. Los primeros tiempos felices en los que el latir de su corazón, se confundía a veces con el sonido del mío. Aquellas largas noches de amor languidecieron y se consumieron como una vela al derretirse. Pero ¿por qué se oxidó la ternura? ¿de dónde surgió la voz brusca, el tono de desprecio, el gesto adusto, la mirada irritada y aquel sonoro silencio? Tantas noches de soledad en las que Marta, mi dueña, recurría a mí para conocer la hora, dos tres, veinte veces. Y, de nuevo, los sollozos apagados, resignados, y el sueño que al fin la vencía, pero que dejaba huella en las ojeras oscuras que rodeaban sus ojos, ahora cubiertos por un halo opaco.

Y cuando él regresaba, oía su voz alterada que terminaba convirtiéndose en grito, y al final en insulto. Ella se ovillaba en la cama temiendo el momento en el que acercándose, concluiría zarandeándola sin miramientos, inyectados los ojos en sangre, culpándola no sabía muy bien de qué; y entonces rezaba, rezaba porque el sueño le venciera y ella pudiera librarse de aquella pesadilla una noche más.

¡Si yo hubiera podido gritar! ¿Dónde había quedado la muchacha rebelde, valiente, capaz de enfrentarse al mundo de haber sido necesario?

Perdonen, he de volver a insistir, es mi trabajo. Antón no ha pulsado el botón que me inutiliza y me veo obligado a sonar de nuevo.

-Rrring, rring, rring..- Esta vez mi voz ha sonado enfadada, casi iracunda. Es mi manera de gritarle a la cara mi desprecio, de reprocharle haber convertido a aquella joven valiente en un ser resignado y cobarde, de exigirle que...

-¡Estoy harto! ¡A la mierda con el trasto éste!

El brusco manotazo de Antón me ha hecho rodar por el suelo. Me siento desmembrado y no escucho mi latir. Sé que es el final. Las suaves manos de Marta van recogiendo con dulzura mis pedazos. Veo caer sus lágrimas, pero esas mismas manos las apartan de sus ojos con decisión y energía.

De nuevo, otra maleta. Y mis restos, recogidos en una bolsa de terciopelo azul, dentro de ella. Y adivino el rostro maduro, los ojos otra vez desafiantes, el cuerpo vibrante y firme, y la irrefrenable resolución de volver a ser ella misma, Marta, mi querida, mi adorada Marta.


Mayte Tudea

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