Artículo de Roberto
O. Bustillo Bolado, Catedrático en Derecho Administrativo, Universidad de
Vigo. Publicado en la Revista Digital The Conversation.
“Era el mejor de los tiempos
y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura
(…) la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.
Así comienza
Dickens su Historia
de dos ciudades, publicada en Gran Bretaña en 1859, mientras
Santiago Ramón y Cajal, un niño de siete años, vivía con su familia en el
pueblo aragonés de Valpalmas, donde su padre ejercía la modesta profesión de
cirujano de segunda. A Cajal le quedaba casi medio siglo para ganar el Nobel en Medicina en
reconocimiento a sus trabajos sobre la estructura del sistema nervioso, “esa
obra maestra de la vida”, en sus propias palabras.
Lo decimonónico.
La narración
de Dickens comienza en tiempos de Luis XVI, lo que cronológicamente ubica la
acción en el siglo XVIII, pero en términos sociales y culturales ya es el XIX,
porque lo decimonónico califica
un siglo que dura más de cien años.
El siglo nació
entre las primeras aplicaciones prácticas de la máquina de vapor y la toma de
la Bastilla, y murió desangrado en las trincheras de la I Guerra Mundial. Es en
este tiempo cuando, de la mano de la ciencia y la tecnología, por primera vez
parece que todo es posible: desde unir océanos a través de canales a terminar
con enfermedades hasta entonces incurables. Es la edad en que las revoluciones
finiquitan el Antiguo régimen, convierten súbditos en ciudadanos y al poder
político en objeto de control. Es la época de mil manifestaciones nuevas de
arte (el impresionismo, las vanguardias, la fotografía, el cine…)… la primavera de la esperanza.
Pero es también la era de una Europa desgarrada (una vez más) por sucesivas
guerras, de la reinvención de la esclavitud encarnada en proletariado
industrial y miseria urbana, del colonialismo salvaje… el invierno de la desesperación.
Lo decimonónico es el contexto de Charles Dickens y de buena parte de la vida de Santiago Ramón y Cajal. Una apoplejía terminó con el escritor inglés en 1870, el
mismo año en que, ya con dieciocho, Ramón y Cajal comenzó a estudiar medicina
en Zaragoza.
Militar en Cuba.
España, el imperio colonial hegemónico del XVI, iba lentamente a
menos, y en el contexto del XIX ya se mostraba como la sombra de un hermano
mayor quebrado por la vejez. Tras el auge y caída de Napoleón, Gran Bretaña
tomó el relevo.
En 1873, tras
titularse en medicina, Ramón y Cajal cumplió el servicio militar y ganó unas
oposiciones al Cuerpo de sanidad militar convocadas por el Gobierno de la
recién proclamada Primera República. Entonces viajó a su primer destino: Cuba, en el marco de la llamada Guerra de los Diez Años,
la primera de las tres guerras de independencia en la isla caribeña.
Cajal confesaba a un compañero de estudios apellidado Cenarro:
“Me devora la sed insaciable
de libertad y de emociones novísimas. Mi ideal es América, y singularmente la
América tropical, ¡esa tierra de maravillas, tan celebrada por novelistas y
poetas! Sólo allí alcanza la vida su plena expansión y florecimiento. Orgía
suntuosa de formas y colores, la fauna de los trópicos parece imaginada por un
artista genial, preocupado en superarse a sí mismo. ¡Cuánto daría yo por
abandonar este desierto y sumergirme en la manigua inextricable!”
Decepcionado por la realidad que encontró en ultramar y enfermo de
disentería y paludismo, regresó a la península en 1875, compró un microscopio,
orientó su actividad médica hacia la investigación, se doctoró en Medicina
(1877) y obtuvo sucesivas cátedras en Valencia, Barcelona y Madrid.
El Premio Nobel y que
inventen ellos.
Los descubrimientos de Newton hace trescientos cincuenta años hoy
serían insuficientes, pero constituyen la base sobre la que se cimienta nuestra
actual comprensión de la física. Lo que Ramón y Cajal descubrió a finales del
XIX es la base sobre la que se cimenta nuestro actual conocimiento del cerebro;
en palabras del neurocientífico Fernando Reinoso:
“Cajal definió la teoría
neuronal, en la que sigue apoyándose la neurociencia del tercer milenio. Por
eso Cajal es considerado como el fundador de la Neurociencia moderna (…) Pero,
además, (…) hizo descubrimientos trascendentes en temas de desarrollo,
degeneración, regeneración y plasticidad del sistema nervioso, en los que aún
sigue siendo pionero”.
En 1906, recibió el Premio Nobel en Fisiología y Medicina
(compartido con Camillo Golgi, con quien mantuvo diferencias académicas y personales). Y el reconocimiento internacional y los méritos
correspondientes no se obtuvieron en el rico caldo de cultivo de una potente
universidad anglosajona, sino desde una sociedad española orgullosamente reacia
a la ciencia y la tecnología; el mismo año en que Cajal recogía su Nobel,
Unamuno ponía en boca de un personaje de ficción: “inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de
sus invenciones”.
La alquimia y lo sobrenatural.
Newton, furtivo, practicó la alquimia y
estudió cábala.
Ramón y Cajal se interesó por el espiritismo y escribió ciencia ficción; y no
debe sorprender.
El XIX es cuando los científicos
descubren la existencia, el poder y el encanto de lo invisible, una realidad inaccesible a la percepción
humana cuyos efectos pueden confundirse con la magia o lo sobrenatural, pero
que la tecnología va permitiendo estudiar y conocer: microorganismos,
electricidad, magnetismo, radiación… ¿y si la ciencia también pudieran alcanzar
otras posibles realidades invisibles?, ¿y si el más allá también
existiera y pudiera estudiarse?
No es extraño que Edison dedicara tiempo a diseñar un
aparato para comunicarse con los muertos; o que no pocos científicos (incluyendo
premios Nobel como Pierre y Marie Curie o Charles Robert Richet) se interesaran por el espiritismo.
Santiago Ramón y Cajal no fue una excepción, y durante
años se acercó a este fenómeno, lo practicó, lo estudió y, tras descubrir
fraudes, se desengañó y concluyó que “a la luz de la más sencilla crítica, se disipaban cual
humo todas las propiedades maravillosas de los médiums”.
El eco de Frankenstein.
En el XIX nació la ciencia ficción: el Frankenstein de Mary Shelley
en 1816,
algunos relatos de Poe en los años treinta, Julio Verne en la segunda mitad de
siglo, H.G. Wells a finales. No es raro que una mente inquieta y creativa como
la de Ramón y Cajal explorara este género y escribiera y autoeditara para su
círculo íntimo cinco historias bajo el título de Cuentos de vacaciones: Narraciones
pseudocientíficas.
También escribió sobre sí mismo y sobre su
visión del mundo: Recuerdos de mi vida , Cuando yo era niño: la infancia de Ramón
y Cajal, contada por él mismo o El mundo visto a los ochenta años;
impresiones de un arteriosclerótico. Ramón y Cajal también fue un literato de
altura.
¿Todo esto nos sirve para conocer mejor a Ramón y Cajal? Sí, pero no es suficiente, nunca es
suficiente. Solo hay una forma posible de conocer íntegramente a un ser humano
(sus razones, sus pasiones, sus secretos): ser él mismo. Ramón y Cajal se
muestra sincero y transparente como nadie, pero, aun así, no somos él.
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