Toda
la sabiduría de sus antepasados, toda la inteligencia de raza estaba contenida en
la hermosa cabeza leonada color caramelo de Reberte III. Venía de una saga de
guardianes fieles, con un instinto innato de nobleza y lealtad, trasmitido generación
tras generación. Y él era el mejor de su especie.
Ahora
en su lugar secreto, tumbado a los pies de su amo roía sin descanso la cuerda
que lo sujetaba. Era el único sitio con un tibio sol a esa hora desde el que
casi se podía casi tocar el cielo
Aplicado
a su tarea, por su mente iban pasando imágenes secuenciadas de todos sus antepasados,
no por conocidas menos emocionantes para él. Las escenas se sucedían con tal realismo
que sentía su dolor, su rabia, y su impotencia como propios.
El
amo había sido siempre un hombre cruel y bronco con los que le rodeaban, ya
fueran personas o animales, a veces más con los primeros. Su mando lo ejercía
por la fuerza ya el palo, ya la estaca, ya el cinturón, incluso con sus propias
manos. Nunca tuvo consciencia que el perdedor podría haber sido él en las
desiguales luchas que libraba. Vacas, perros, yuntas… temblaban al menor amago de
su parte. Nunca lo atacaron, siempre les
ganaba la nobleza.
Curtido
en la dureza del campo y supeditado al peso de su apellido necesitaba cada vez
más la obediencia y sometimiento de todos. Trabajaba de forma bestial, sin descanso
y sus exigencias se extendían a su entorno. No había perdón para los fallos. El
sacrificio de los animales “inservibles” o rebeldes se ejecutaba sin más. El
castigo a las personas, también.
Las
imágenes de apaleamientos, golpes y castigos eran su acicate. Todos sus
antepasados y aquellas criaturas clamaban venganza y él… roía, roía, roía en
silencio. Los espíritus de los heridos y muertos por aquel hombre ocupaban
ahora su enorme cabeza de espléndido mastín. Su abuelo Reberte I murió
balanceándose de un olivo por acercarse demasiado a juguetear con un
borreguillo. De nada valieron tantos años de fiel pastoreo sin que lobo alguno
se acercara.
Sus
afilados dientes estaban a punto de terminar de soltar esa atadura que en
realidad no hubiera sido necesaria si…
La
residencia de acogida, donde vivía ahora con él, ocupaba un enorme edificio de
10 plantas descuidado y lóbrego donde el sol era un regalo. El amo, ahora ciego
e inerme, dormitaba sentado en la azotea donde él le había guiado esa mañana. Solo
Reverte III le acompañaba en su vejez y le ayudaba a desplazarse.
Cortó
los últimos hilos que le unían a la cuerda del arnés y esperó. Unos minutos
después vio como él desplegaba el bastón telescópico y sintió el violento tirón
del arnés. La orden, como un trallazo, avisó a Reverte III de que había llegado
el momento. El hombre extendió el bastón y dio un paso adelante confiado. Liberado
del arnés solo tuvo que apartarse unos centímetros a la derecha y quedarse al
borde del abismo oyendo los improperios y gritos alejarse en el vacío.
Lo
había conseguido. Por él y por todos las otras víctimas.
Adela
Bravo
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